
A menudo me pregunto qué sería del mundo sin los extremos. De hecho, creo que el propio diseño de la Tierra, como del resto de los planetas, evidencia la sabia y creativa intención de que no existan: al menos, a simple vista, lo esférico los excluye, prescinde de ellos.
Si en lo físico los extremos no hacen más que limitar un espacio, un objeto, una línea… en lo social su función más común es tensar, halar fuerte, incluso, contra todo sentido común o ante pruebas contundentes de que el paso exagerado acerca al borde de límites peligrosos, demenciales.
Los extremos son el hábitat elegido por los extremistas; y los extremistas son una suerte de egoístas, incapaces de ver más allá de la punta de sus crecientes narices, cueste lo que cueste. Dirán “total, el costo
de cada gran halada no va por nosotros”.
Ellos, en su ciego propósito de honrar su impuesto liderazgo y su poder coercitivo, se pierden el disfrute de la maravilla, esa que, llena de cromatismo, diversidad, ideas, imparcialidad e inteligencia puebla el resto del espacio, justamente hasta llegar a cierta distancia del otro extremo.
Pueden hallarse en disímiles contextos: el hogar, el vecindario, el aula, el trabajo… mientras más rico y amplio es su imperio, su capacidad de dañar es mayor y más grande es su sed y su hambre.
Desde los extremos se tensa todo, se exprime, se subyuga, se abusa… Una cuerda tensada sin límites se parte o se relaja tanto que se convierte en inútil, pierde su razón de ser. Una cuerda, estirada con mesura, atada a seguras y firmes clavijas, puede dar notas de ilimitada belleza, puede aportarle a la vida ni más ni menos que la imprescindible armonía de su necesaria música.
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... y al que le sirva el sayo que se lo ponga!