
El completamiento de los ciclos para la inmunización anti COVID de la totalidad de los capitalinos, primero, y relativamente poco tiempo después el resto de sus compatriotas, está –como quien dice- al doblar de la esquina, y esa sin lugar a dudas es la buena noticia.
Sin embargo, incomoda constatar que aun después de tanta desolación a cuenta de la enfermedad, causada en tan poco tiempo, algunos no acaban de percatarse que, sin otras opciones, toca ahora hacer valer la sensatez y el bienestar colectivo por sobre un comportamiento irresponsable y en consecuencia egoísta, frente a una amenaza que ha venido a patentizar la fragilidad humana, a pesar del peso de los tantos argumentos que podrían esgrimirse para demostrar lo contrario.
Irrefutablemente es así, no hay segundas variantes: quienes enferman o mueren a causa de la COVID-19, han sido víctimas de la enfermedad debido a violaciones cometidas por ellos mismos o por quienes irrespetaron algunas de las medidas preventivas, que no se han cansado de repetir los expertos (sanitarios y de otras especialidades), autoridades políticas y gubernamentales, periodistas y otros comunicadores sociales.
A esto se suma una de esas verdades que queman: quienes se contagian en la calle terminan por llevar la enfermedad a la casa, ese tradicional remanso de paz, donde por lo general, todos bajamos la guardia por el amor y la confianza que suelen profesarse los más cercanos integrantes de una familia.
Conozco de hijos ya enfermos, sin saberlo por asintomáticos, que fueron a visitar a los ancianos padres, y terminaron por transmitirles el mal, y uno de ellos falleció por esta causa. Hoy padecen de la peor de la secuela que puede dejar la COVID-19: junto al dolor indescriptible, una sensación de culpa y vacío que habrá de acompañarle de por vida.
Es cierto que han aparecido variantes más virulentas y letales, pero aun así la máxima responsabilidad de que no hayamos cortado la transmisión de la COVID sigue recayendo en el comportamiento imprudente y desdeñoso de no pocos ciudadanos.
Lo esencial -a fin de evitarnos males mayores o menores- es no enfermar, y la única manera de evitarlo es extremar las medidas higiénicas y desinfección, además de las barreras protectoras (nasobucos, espejuelos, guantes…) y el distanciamiento, incluso después de habernos vacunado.
A propósito, la insensatez llega a tal punto de hay quienes dicen que para qué inmunizarse si después habrá que seguir con las medidas preventivas. Y, a pesar de que para ello hay más de una respuesta convincente, supe de algunos que acogidos al principio de voluntariedad, no quisieron vacunarse.
Es obvio, quienes se vacunan y respetan los protocolos preventivos, están doblemente protegidos. Además, por decirlo en términos prácticos, si importante puede resultar prepararse para enfrentar al contrincante que te invade, mucho mejor es amurallarse, y así abortar las pretensiones enemigas de penetrar dentro de tu territorio.
De eso se trata: madrugar al SARS-CoV-2, el virus causante de la pandemia que nos tiene en jaque.
La mejor forma de decir es hacer y la mejor forma de aceptar la prevención es participar físicamente en cada vacunación. Seguir vacunando a nuestro pueblo para la inmunización contra el virus, es un reto moral de nuestro Gobierno lograr el éxito , para seguir pronunciando mundialmente somos una potencia médica, no un cementerio de enfermos por falta de vacunación. Estoy seguro que nuestro País puede llegar y sobrepasar los límites del éxito si se lo propone nuestro Gobierno. Cuba es el Mundo.