Foto: Juan Carlos Teuma Díaz

Dicen que ahora las luces de París son tenues; que Nueva York, la ciudad que nunca duerme, se encuentra en un letargo; que Roma, la eterna, nunca pareció más perecedera… pero a mí, sobre todo, me dueles tú, Habana de mis sueños y mis realizaciones.

Desando tus calles con una máscara que se ciñe apretada en mi rostro para protegerme de un virus maligno y la aprovecho para ocultar mi no-sonrisa, mi no-alegría

El bullicio cotidiano se mantiene, aunque no lo encuentro en el vaivén de la gente que te puebla, sino en hileras mal formadas que se dibujan temblorosas e inciertas en múltiples puntos de tu geografía. Filas tan necesarias como azarosas, tan provechosas como eventualmente vanas.

Como punzadas en mi pecho descubro tu tristeza. Me hiere que tu imagen, de repente, pasó de los tonos azules a los grises. Grises reales y anímicos. Ante mis ojos, percibo que demasiadas sábanas ya no son blancas y muchos balcones ya no están.

Pero soy –somos– tus hijos, y sabemos que la felicidad se halla en el proceso de ponerte a salvo. Pronto, muchas vacunas harán el milagro: serán indispensables la de la aguja en el brazo y la del amor unánime de tu prole renovando el vigor de tus entrañas, porque este dolor que se nos expande tiene fijada sus esperanzas en mucho más que un oportuno y magnífico antígeno; ese que, más adelante, con certeza
nos devolverá el urgente aire en el rostro, el beso en el cachete, el apretón de manos, el abrazo entrañable y, sobre todas las cosas, tu alegría innata y centenaria.

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