Nada del límpido canto de un gallo mientras alumbra la jornada. Un concierto matutino urbano en la Cuba del siglo XXI no clasificaría como auténtico sin voces amplificadas anunciando el pan a sobreprecio, la escoba, el ambientador y hasta jicoteas vivas. Súmele canes deambulantes en pugna por el desayuno diario, bafles portátiles vomitando su impertinencia, los cláxones que componen su diabólica sinfonía, las vecinas avisando a golpe de pulmón lo que sacaron en la tienda, el audaz que hace sonar la mandarria dentro de alguna vivienda o tallercito improvisado colindante: llegó la hora de despertar.

Mucho se ha hablado del porciento de decibeles tolerados por nuestro aparato auditivo antes de colapsar, de su incidencia en nuestro sistema nervioso. La presencia sistemática del tema en sesiones ordinarias del Parlamento cubano, congresos de escritores y artistas o eventos científicos, expresan su naturaleza multicausal e impacto en sectores variopintos de nuestra sociedad.

Las actuales circunstancias de restricción de la movilidad ciudadana, el fomento del teletrabajo y, por tanto, la propensión cada vez mayor a “coexistir” han impuesto que nuestra capacidad para tributar a la armonía social quede expuesta como nunca antes. La hecatombe sonora pone sobre la mesa carencias que trascienden la falta de aptitudes para respetar el espacio ajeno. Manifiestan un entorno de crisis y agendas, si no olvidadas al menos inconclusas, en tópicos como la protección de animales, cultura de saneamiento público, educación ambiental y cívica, declive de las expectativas culturales pese a los niveles de instrucción y, poniendo la cereza sobre el pastel, los efectos agudos de un recrudecido bloqueo sobre la economía nacional.

Dilucidar exhaustivamente cuánto nos queda por hacer y hasta dónde se extienden las fronteras de las desidias internas y externas, de la responsabilidad individual y colectiva dentro de ese complejísimo entramado, ya no es una opción. Resulta un imperativo.

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