El simple hecho de programarla en el espacio estelar de la telenovela por el canal Cubavisión a 16 años justos de su estreno en la Isla, ha puesto a "La cara oculta de la luna" bajo el escrutinio de un severísimo microscopio. Y el resultado final no parece ser muy halagüeño: el otrora exitoso dramatizado con autoría de Freddy Domínguez que paralizó al país iniciando la actual centuria, hoy día recibe como trofeo poco más que la indiferencia.

Se ha hecho común el reclamo en algunos espectadores de una conexión más directa del espacio con la cotidianidad, aquel "ver reflejados" los pormenores de su día a día dentro de un género muy proclive a lo contrario. "La cara oculta..." cumplió con el dictamen al pie de la letra y de ahí derivó su virtud, como también su sino.

El principal señalamiento de la crítica especializada a la novela, desde su debut, fueron las dosis excesivas de didactismo en el tratamiento de la problemática del VIH, tema de alta sensibilidad e incidencia en los años en que saliera al aire, pero que trocaba por momentos la propuesta en una especie de manual o campaña de bien público antes que en material auténticamente dramático. Pudo ser el punto de partida para su tono aleccionador, al colocar a los personajes en una ruta de caída y culpabilidad inexorable en función de la moraleja ejemplarizante.

Mejor o peor justificado, lo "actual" de dicho eje hoy día se reciente por la efectividad de esa campaña preventiva del flagelo en Cuba, además del derribo de los tabúes en torno a él dentro del imaginario social, quedando tan solo de relieve el alcance o grado de elaboración estética del teledramatizado.

Y en ese aspecto "La cara oculta..." no transgredió en demasía, aunque virtudes tampoco le faltan. A nivel fotográfico su imagen precariamente traspasó los esquemas de la corrección formal sin búsquedas expresivas de rigor que jugaran con el acomodo de las luces y los encuadres, circunscribiéndolo todo a los límites estrechos del plano medio televisivo y la iluminación plana. Influyó mucho el desbalance actoral entre jóvenes y experimentados actores y la monotonía de un montaje que apenas aportó ritmo al avance de las anécdotas.

Todo ello se matizó, no obstante, con la novedad de una variante de producción que ensayara la televisión del patio en aquel entonces al fragmentar la serie en bloques temáticos independientes, o con el trabajo eficiente de musicalización de Lucía Huergo, de alto nivel expresivo. A destacar, además, la diversidad y amplitud en su rastreo del entorno, por medio del cual se visualizaron tanto las zonas más asépticas como las más oscuras de nuestro entramado social.

En tal sentido resulta loable la forma en que su guionista logró cruzar en cada bloque la problemática del SIDA con otros asuntos de altisímo interés público y dramático: las divergencias y abismos intergeneracionales al centro de la familia cubana contemporánea, la crisis de las masculinidades y el homoerotismo, la disfuncionalidad sexual e incomunicación en la pareja, marginalidad social y económica, así como la corrupción laboral y la crisis de valores. Un diapasón bastante amplio y ambicioso que se integró al libreto, aunque con resultados dispares en su plasmación y alcance.

"Problemas de calendario" sentenciarían las abuelas, esta novela ha devenido prescindible también por las dinámicas recientes de consumo cultural que influyen tanto en el número de ofertas disponibles como en la libertad de elección del telespectador moderno de su parrilla para el entretenimiento.

La estrategia de reposición, si bien justificada por las circunstancias de atrofia productiva dentro del sector generadas por la COVID-19, pone por claro esta vez la añeja sentencia, muchas veces refutada, de que "segundas partes jamás fueron buenas".

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