Desde el primer día del mes, diciembre mostró ante mis ojos una de sus peores caras: un accidente de tránsito muy cerca de la intercepción de Boyeros y Vento me recordó que en las postrimerías de cada año las vías suelen ser mucho más peligrosas.

Incluso cuando todavía no rebasa su primera mitad, el duodécimo mes de 2020 no deja de traernos tristes noticias de percances que enlutan a familias y dejan tras sí notables pérdidas económicas para el Estado o personas naturales.

Las causas más comunes se reiteran, como si al repetirse intentaran transmitir un mensaje como guía para lo que no se debe hacer: desatención a la conducción del vehículo, irrespeto al derecho de vía, exceso de velocidad, desperfectos técnicos, conducir bajo el efecto de bebidas alcohólicas…

Pero –lamentablemente– los protagonistas, responsables de velar por la seguridad propia, y por la de los demás, suelen ubicarse detrás del endeble escudo del “a mí no me va a pasar” o el “yo sé lo que hago”, que saca a relucir arrogantes posturas ante algo tan trascendental como lo es la vida misma.

Como transeúnte, a menudo observo con asombro cuán apurados andan muchos de los que se mueven sobre ruedas impulsadas por motores. Tal parece que les alcanza el tiempo menos que a mí, aunque yo siempre me traslade con la lentitud lógica de mis piernas, por ágiles que sean.

Ellos desconocen que, si bueno pudiera ser llegar más rápido, el precio de lograrlo no debe ser correr el riesgo de no llegar jamás. Esperemos que la sensatez se imponga.  El 2020 ya ha dejado una lúgubre huella. Hagamos que en los días finales del año haya justo espacio para la esperanza y –sobre todo– para la vida.

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