Foto: Marcia Ríos

Tenía nueve años y mis hermanos siete y cinco, respectivamente, cuando el bloqueo entró por la cocina de nuestra casa. El silencio invadió todo cuando el mecánico dijo: “La pieza de este fogón es de procedencia norteamericana y no entrará más al país”.

Había que cocinar con carbón. Todo fue más lento pero las cenizas de aquel fogón hicieron las delicias con boniatos y plátanos maduros asados. No dejamos de comer. El segundo golpe fue la rotura de los espejuelos de mi hermano menor que alguien con su inventiva remendó. El vecino del norte había decidido aplastarnos y no contó con nuestra voluntad.

Descomunal vuelco. Recuerdo que los zapatos se nosquedaban chicos, pero nunca caminamos descalzos. En
la escuela, algunos libros de texto no cubrían la cantidad de estudiantes y la iniciativa de los profesores no se hizo esperar, acudimos a los equipos de estudio nocturnos. Recuerdo la librería de mi pueblo (Cueto) llena de libros de la edición Huracán con un papel gaceta muy malo, que había que leer con cuidado para que no se desprendieran las hojas, pero conocí las obras de Balzac, Molière, Zola, Poe, solo por citar algunos.

Soy de la generación que recibió en un caramelito la vacuna contra la polio. Miles de recuerdos, de escasez, pero hay algo común a todo niño de esa época mía: no dejamos de jugar, estudiar, soñar, porque los adultos siempre fueron en busca de una solución y cuando no la hubo nadie habló de derrotas.

Cada familia cubana puede escribir un libro de las nefastas consecuencias del brutal bloqueo norteamericano.

Miles de remembranzas que pueden ser diferentes a las de quienes nacieron en pleno bloqueo, pero de común para todos es la voluntad sin límites que seguimos demostrando.

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