Nunca he sido de las primeras en ejercer el derecho al voto porque antes de hacerlo siempre observo desde la altura de mi balcón el ir y venir de los electores, mientras escucho sus comentarios. ¿Ya votaste?, ¿Qué esperas? Me regocija ese ambiente de alegría.
Este domingo por el frente de mi apartamento pasarán los vecinos, bajaré las escaleras y me uniré a ellos para emitir ese voto por nosotros, por el futuro, asentado en la Carta Magna.
Cuando llegó la Revolución era una niña. Como todos los de mi generación he sido testigo presencial y participativo de lo que tenemos y queremos perfeccionar para bien de todos: la campaña de alfabetización, las vacunaciones colectivas, abrir las fábricas a los obreros, borrar la prostitución, eliminar el trabajo infantil, negros y blancos juntos en las escuelas, fundar las organizaciones de masas...
Vi llegar tarde a casa a mi padre por estar organizando las granjas del pueblo, los planes agrícolas cañeros. Presencié las construcciones de granjas avícolas, de sembrados de algodón. Tuve maestros voluntarios.
Por ser una niña del campo observé, en tiempos de zafra, cómo algunos de mis compañeros dejaban de asistir a la escuelita rural porque tenían que ayudar a sus papás en el alza de la caña o llevarle algo de alimento para que no perdieran tiempo en el corte, porque eso significaba algo de dinero.
Recuerdo verlos llegar a la escuela con los zapatos atados y puestos en el hombro para sacudirse los pies y calzarse antes de entrar a clases, porque así les durarían más.
Por ser una adulta mayor podría enumerar miles de causas por las cuales me uniré a mis vecinos en un SÍ por mi Carta Magna. En ella va la vida de mi nación, lo que tenemos, queremos mantener, y defender.