
El motor del ómnibus crujió y quedó apagado. El silencio sobrecogió a todos; el chofer tomó unas herramientas y bajó. Eran pasadas las seis de la tarde por lo que descendí para probar si otro carro me adelantaba. En aquella estrecha carretera rodeada de un paisaje maravilloso y aspirando el olor a carbón de un horno lejano, decidí caminar y descubrí a la orilla de la carretera un monolito y leí.
Era de un mártir de la batalla de Playa Girón. Parada en la vía cuyos bordes eran cenagosos quise imaginar aquel lejano abril de 1961 cuando la invasión mercenaria. Qué difícil sería avanzar por caminos llenos de lodo, con vegetación tupida, propia de los humedales y con animales peligrosos acechando.
Siempre detengo la mirada ante un monolito, observo las fechas inscritas, saco cuenta de la edad y son recurrentes las mismas interrogantes, ¿cómo cayó en este lugar?, ¿Quién le inculcaría el amor a su tierra?, ¿Cómo sería en su vida cotidiana?
Todos los monumentos que descubrí en mi andar de trabajo por la Ciénaga de Zapata estaban limpios, conservados, algo no usual en todas partes. Un obelisco es un lugar que señala un hecho histórico que merece reverencia, que perpetúa el pensamiento y acción de un ser humano.
Nuestra ciudad tiene muchos lugares señalados con placas, pequeños o grandes. Invitan a buscar en la historia quiénes fueron, qué los hizo sobresalir, o qué fecha refieren. Tal vez pertenezca al grupo de los raros pero siempre me paro firme y como si me estuvieran escuchando digo, mentalmente, aquí estamos con la mirada al frente y las rodillas rectas.
Yo que atravieso el túnel de la Bahía camino a casa, siempre miro el imponente monumento al Generalísimo Máximo Gómez y me gusta imaginar el trote de la caballería mambisa que le acompañó.