
Cuando tenía doce años y fuimos a vivir a Cueto, Lina, la mamá de Fidel, era una más entre los pobladores. Ella llevaba en su jeep marca Willy, cocos, mandarinas y otros productos cosechados en su finca de los Castros, en Birán, para vender en diferentes puestos, ubicados en el callejón del pueblo.
Siempre vestía de medio luto, con melena corta y a su lado, le acompañaba un escolta quien tenía una escopeta, pero más que guardaespaldas parecía un acompañante porque el arma la llevaba sobre las piernas.
Cuando yo la vi, por primera vez, llegué a casa asorada y mamá me preguntó: ¿ y a ti qué bicho te picó? Solo dije que Lina llevaba al lado a un hombre con una escopeta. Mamá, sonriente me respondió: a Lina nadie le hará nada.
El día que murió la mamá de Fidel, Cueto quedó en silencio. Un silencio como el que observé en el rostro de muchos compatriotas cuando Fidel inició su partida física a Santiago de Cuba.
Cada cubano tiene un Fidel: el que fue alfabetizado, el que fue operado de algo difícil, el que realizó su sueño al graduarse de lo que aspiró, el que lo conoció. El que anda por el mundo hablando mal de él y, sin embargo, le debe su bienestar espiritual y material. Cada cubano y otros cubanos por adopción -porque estudiaron acá e incluso tienen cargos importantes en sus países- tienen un Fidel. Jóvenes norteamericanos que estudiaron y se graduaron en la Escuela Latinoamericana de Medicina, tiene consigo a un Fidel.
Yo tengo el Fidel que emancipó a las mujeres. No olvido cuando al triunfar la Revolución, a mis ocho años, papá me dijo: "Llegó un gobierno para los pobres, estudia" . Papá cumpliría, ayer 12 de agosto, 108 años y Fidel, hoy, 99. Paz eterna.
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