
Parada frente a las arenas negras de aquella playa tranquila y aparentemente deshabitada preguntaba cómo se atrevieron a subestimarnos.
Tal vez la ubicación geográfica los animó a pensar que lograrían sus sueños. Miraba el mar y escuchaba el tronar de los misiles, aviones en el aire y pensaba en algo que me aterrorizó cuando llegué, la estrecha carretera cuyos bordes tenían agua por el cenagoso terreno, estoy segura, que en el fragor de la batalla nadie se percató de ese peligro como me sucedió en ese viaje de descubrimiento.
Y no tenía respuesta, el olor a carbón invadía el aire que de vez en cuando dejaba sentir el grito de un pájaro en las alturas del intrincado humedal, y los cangrejos rojos de regreso a sus cuevas se adueñaban en las tardes de los caminos, obligando a los choferes a transitar a determinadas horas para no ponchar las gomas.
Fue mi suegra, Carmela, la primera mujer que conocí que me hablara de la batalla de Playa Girón, dijo, “fui a cocinar al central Australia, todo era un hervidero de milicianos; no puedes irte de Jagüey Grande sin ir a la Ciénaga de Zapata, ya no es la de antes mucho se ha hecho”. Aún era estudiante de Periodismo y no podía perder la oportunidad.
Conocí el museo, con cientos de piezas de todo tipo, testigos mudos de la vitoria que hoy a 64 años sigue siendo la gran derrota del imperialismo norteamericano en América Latina.
A la orilla de la carretera y en otros lugares pude observar los monolitos, en recordación a los caídos, y sentí orgullo de esos combatientes que al primer llamado de defender la patria no dudaron en partir, muchos en plena juventud. En otras ocasiones visité la Ciénaga pero aún conservo ese sabor a victoria ante aquellos que pertrechados de la modernidad bélica no tenían convicción y conocieron que a nadie por pequeño que sea se les puede subestimar.
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