Foto: Ana Maura Carbó Durán

Lo coloco en uno de mis oídos y siento el oleaje que lo trajo a la orilla, y el murmullo de quienes acuden cada amanecer a recogerlos del otro lado del mundo, al sur del paralelo 18.

Lo observo: precioso, de color malva, jaspeado en blanco y negro. Es un caracol. Un tesoro...
Llevo colgado de mi cuello un dije, símbolo de la paz y el amor, que se prodiga entre los anamitas, como los definió nuestro José Martí, en la imprescindible Edad de Oro. Conservo además un búcaro labrado con disimiles caracteres, pero lo que llevo, íntimamente, en el recuerdo, es la primera vez que las vi. Parecían una pintura.

Vivía como becaria en el reparto capitalino de Siboney y una mañana en la orilla opuesta, en El laguito, había un grupo disperso de mujeres vestidas con pantalones amplios de color negro, blusas blancas y una pamela cónica en las cabezas de donde sobresalía un pelo largo. Eran estudiantes vietnamitas que se formarían en el primer país del hemisferio occidental en establecer relaciones diplomáticas plena con su patria.

Traigo al recuerdos las fotos publicadas en la prensa de las víctimas del napalm rociado por los Estados Unidos en la guerra contra ese país, porque como dijera nuestro Héroe Nacional: “A los pueblos pequeños les cuesta mucho trabajo vivir"·. Este año se cumplen 65 años de ese amanecer de hermanos en el que nos hemos convertido.

En la Edad de Oro José Martí recrea para los niños ese cuento En la tierra de los anamitas donde presagiara la lucha del noble pueblo contra el imperialismo y describe el espíritu de rebeldía innato.
Vietnam ha dado prueba de su solidaridad, varias veces, durante décadas: silenciosamente han llegado a este país lejano de sus costas, embarcaciones con toneladas de arroz donadas por su pueblo. Este año celebraremos 65 años de amistad, diría más, de hermandad.

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