Foto: La Jiribilla

Sentados frente a un cuadro de Joaquín Sorolla, en el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba, ubicado en el corazón de La Habana, y -en plena contemplación de aquel impresionante óleo-, mi sobrino se acercó a la pintura y dijo: “El pintor hizo su cuadro al atardecer, mira la luz”.

La veladora que lo escuchó se acercó y preguntó: “¿Qué edad tienes, cómo lo sabes?”, y él respondió: “En mi escuela hay un profesor que enseña eso…”. Hago la anécdota porque por estos días que se aproximan (20 de octubre, Día de la Cultura Cubana) los 20 años de la fundación –por Fidel- de la Brigada de Instructores de Arte José Martí, he visto y escuchado varias entrevistas y testimonios de quienes relatan, con evidente alegría, todo lo logran con su profesión.

Pero no he oído a la contraparte; es decir, a los beneficiados directos (somos todos, en realidad) del caudal de conocimientos de los instructores de arte, exponer sus vivencias. Por supuesto, es posible que los niños que acuden a las Casas de la cultura o en el propio plantel, donde estudian, o en medio del lomerío de cualquier zona rural, no lleguen a tocar un instrumento; a ser excelente bailarines, pintores, escritores; pero se puede afirmar que sabrán escuchar, apreciar el arte.

Y de eso se trata: que serán mejores seres humanos, no solo más cultos, sino más plenos espiritualmente. Sin olvidar que en algunos casos han descubierto su futuro como trabajadores vinculados a las diferentes manifestaciones artísticas aquellos que (desde niños) integran grupos de teatros, de danzas, escriben, declaman, y algo vital: muchos niños, adolescente y jóvenes que presentan diagnósticos relacionados con alguna discapacidad, encuentran soluciones a sus expectativas dentro de la cultura, con los instructores de arte.

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