La cama arreglada diferente a como ella lo hacía era la única prueba. Dijo en voz alta: “Se marchó sin hacer ruido… ¿cómo lograría el silencio de los niños? Todo está en el cuarto; pero debió al menos, despedirse”. No hablaba sola, lo hacía para que mi padre escuchara. Y él se acercó con cara de interrogación.
Nadie emitió juicio, “tal vez le dio pena despedirse”, fue el comentario general. La noche anterior papá pasó por la terminal de ómnibus del pueblo, vio a una mujer con tres niños pequeños y, por la hora, supuso que se le había ido la última guagua y debía pernoctar, por lo que la invitó a casa, le dieron comida y cama y ella aceptó. Eso fue todo, quedaba prohibido hacer la anécdota a los vecinos. Pasaron los años y esa historia hacía reírnos.
Pero fue una semilla que mi progenitor sembró sin hacer comentarios. Ayudar al otro sin preguntar, solo de mirar y descubrir sus necesidades fue una práctica cotidiana en el seno de mi familia, no solo comida, sino otras escaseces como puede ser acompañar a una persona sola a la consulta de un médico.
Somos un pueblo que ha pasado por múltiples situaciones de estrecheces, unas veces hemos estado mejor y otras no, pero eso no puede llevarnos al egoísmo, a no compartir, a lo mío primero, nunca sabemos cuándo y cómo la vida nos pondrá un obstáculo, y es tan agradable sentir la mano de otro en nuestro hombro, que lo menos que podemos hacer es dar sin pensar en cobrar, la vida te devolverá cada bien. Ama al prójimo como a ti mismo y serás, por muy pobre que seas en cosas materiales, un ser humano feliz.
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