Foto: Abel Padrón Padilla

Miraba la ropa que exhibían en un garaje y de pronto algo cae al suelo, la dueña dice: “¡Aquí es como en la tienda, lo que se rompe se paga! Una joven interviene: “Es un niño…”, como si tal defensa justificara lo sucedido. Le hago la anécdota a una amiga y agrego un poco de mis recuerdos de la infancia. Imagínate… cuando éramos niños, uno de mis hermanos no quería salir con mamá porque ella decidía si podíamos aceptar algo que nos brindaran. 

No podíamos tocar nada, ni señalar con los dedos.

Ella sonríe y agrega que a su abuela le decían La General, así con énfasis mayúsculo, porque –al igual que sus primos- debían estar sentados y permanecer en silencio. Nadie podía interrumpir una conversación, ni siquiera reírnos. Y agregó: “Me encantaba ir a casa de una anciana prima de papá, porque siempre nos brindaba gelatina, por supuesto, mamá decidía, pero a mí lo que más me gustaba eran las figuras que tenían
los pozuelos donde las enfriaba”.

Ahora me río, esa señora tenía una alfombra con tela de saco (yute), muy estrechita colocada desde el portal a la cocina para que nadie le ensuciara el piso. Yo creía que iba por un riel del ferrocarril. Eran tiempos con una disciplina muy recia, pero mirando la parte positiva nos enseñaron a comportarnos. Si hubiera existido el actual Código de las Familias hubiéramos gozado de las posibilidades de ser escuchados y de tenernos en cuenta.

Pero en algo tuvimos suerte. Como mamá era campesina, no veía nada malo en que montáramos a caballo, que nos bañáramos en el río, que fuéramos a recoger algodón, sin contar al abuelo que no hablaba mucho pero en su compañía recorríamos las márgenes del afluente y él nos enseñaba a reconocer cada árbol. Pero nunca comentamos en casa sobre esas exploraciones.

Comento que al lado de nuestra casa había un sembrado de maní y una tarde quien cuidaba le expuso a nuestra madre que alguien entraba al cultivo. Cuando el hombre se marchó mamá nos llamó y dijo: “Los he visto a ustedes llegar enfangados y ahora me doy cuenta de que son los autores de ese hecho”. Nos quedamos lívidos, pensando en el castigo, pero increíblemente ella comenzó a reírse y dijo: explíquenme ¿cómo no fueron vistos? “Nada, mamá, nos arrastramos entre los surcos”, con la inocencia y la picardía en
los rostros marcados por el color de la tierra. Tal vez, recordó alguna de sus travesuras infantiles y –por vez primera– libramos de un severo castigo. Después, con un tono serio descargó la sentencia por no respetar lo ajeno. Fue tan medular, en su tono, que jamás olvidamos la responsabilidad de enseñar, desde edades tempranas, a comportarse.

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A pesar de los tiempos, ¡qué no nos falte el amor!