Foto: Alejandro Basulto

Es común que siempre tenga un espacio para evocar a mis padres, a los cuales consulto -en la intimidad de mi apartamento- algunas decisiones que considero tomar. Sonrío cuando recuerdo a papá, caminar tan derecho, aun siendo un anciano como si de ello dependiera la dignidad que le sostuvo sobre sus piernas de hombre de familia y trabajo.

Referente hermoso, inteligente, alto y con un cabello hermoso como las flores del diente de león, me enviaba en sus cartas recortes de artículos considerados, por él, apropiados de mi formación intelectual y para la vida; sin saber que el camino de las letras me llevaría al periodismo.

Mi madre nunca puso obstáculos a la forma en que nos educó desde pequeños y mucho menos se espantó
porque formara parte de las travesuras que me llevaron a subir árboles, bañarme en el río, montar a caballo y mataperrear con mis hermanos varones. Hace algún tiempo escribí –en esta página de opinión sobre el derecho de los niños a ser escuchados.

Consideraba, entonces, que es uno de los tópicos que debemos llevar con mucha claridad a las reuniones
donde se discuta el Código de las Familias, porque en nuestra sociedad existen muchas personas adultas, mayores, a los cuales les resulta difícil romper prejuicios, tradiciones y son, por demás, quienes permanecen con personas menores hasta el regreso de los padres.

En casa, por ejemplo, pretendíamos que mi sobrino fuera a la Universidad, pero él decidió hacerlo a su  manera. Lo único que hicimos fue escucharlo y apoyarlo, cuando era apenas un retoño hoy convertido en
frondoso árbol.

Fui becada en el preuniversitario de La Habana, hice mi carrera universitaria en Santiago de Cuba y el  servicio social en la Isla de la Juventud, todo el tiempo lejos de casa. Hace 30 años vivo en Alamar, a
donde llegué con aspiraciones acumuladas de ser una Robinson Crusoe, sin Viernes.

De estos apuntes vividos, puedo asegurar que he sido testigo, en silencio (hasta ahora), de largas historias del amor que di y recibí de los hijos de mis vecinos; pues yo, aunque no sería madre biológica, de ningún modo pensaba quedarme frustrada por desconocer ese amor genético que llevamos dentro.
Lo cual refuerza este código de amor que nos convierte, de algún modo, en familias.

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