
Fracasé. Todos los intentos que hice porque en mi casa los quehaceres fueran compartidos no resultaron.
Pertenezco a la estadística de mujeres que trabajan más que los hombres. Y llevo eso tan dentro que hace poco estuvo en mi casa mi actual jefe, a quien cuando lo invité a un café, se paró en la puerta de la cocina y dijo: “¿Qué puedo hacer? Extrañada respondí: ¿En qué me puedes ayudar…? Como respuesta acotó: “Ayudar no, compartir. Mamá me enseñó desde niño que los quehaceres de una casa se comparten”.
Sonreí y exclamé: “De ese mosaico para acá no pasa nadie, la cocina es mi catedral”. ¡Craso error!
Días después pensé, haré un comentario referido a la sobrecarga de las mujeres. Llamé a varias amigas y primas con hijos varones. Las respuestas de la singular encuesta resultaron comunes. “No los sobreprotegí”. “Quería que fueran útiles”. “Los enseñé a hacer de todo, no solo para que compartieran las tareas de sus hogares con sus mujeres, sino que en sus vidas se desenvolvieran bien. Además, han tenido el ejemplo de su papá”, explicaron algunas.
Una de ellas, madre con dos varones explicó que ella y su esposo -dirigentes durante muchos años, con reuniones hasta los sábados-, cuando regresaban, sus hijos adolescentes ya habían lavado y hecho la limpieza de la casa.
Lo cierto es que aún hay mujeres como yo, que alegan hacer las cosas bajo el supuesto mito de que somos más rápidas y eficientes, que si los hombres no ahorran la grasa de cocinar, acumulan sucios los utensilios de la cocina, que no saben tender ni las camas, comienzan a barrer y si encuentran algo a su paso se entretienen y así otras justificaciones acuñadas por generaciones de mujeres sometidas al rigor del hogar, sin tener en cuenta, al final, que el agotamiento es nuestro. Estamos a tiempo de exigir que no es una ayuda, sino como dice mi colega y jefe, compartir, o hacer como mi prima la Manuela quien se propuso colgar un
cartel que diga: “Mi cocina es tu cocina”.
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