“Voy sobre las diez de la mañana”, dice el carpintero. “El domingo caigo por allá con la pieza que hace falta”, anuncia el mecánico de la lavadora. “Estoy ahí por la tarde”, asegura el amigo.
Pero ninguno llega, cada quien con sus razones, y tampoco llama por teléfono o pasa mensaje para declinar lo que antes había acordado. Por consiguiente, quien espera la visita anunciada quizás ha dejado de atender otras prioridades, cambiado planes, o simplemente debió reajustar su jornada para incluirlo.
También está el que, aun habiendo podido avisar con antelación, decide cancelar justo a la hora acordada. Todos ellos manifiestan falta de seriedad o una formal informalidad, como suelo catalogarlo.
Quedar bien con alguna persona resulta vital si deseamos conservar saludables nuestras relaciones humanas,
pero de eso se han olvidado no pocos, conscientes -o incluso no-, de que sus incumplimientos nos perturbarán el día.
Fallar a lo acordado tiene consecuencias, pues quien suele tener esa actitud no pasa inadvertido ante los ojos de los otros, y, por demás, se desvaloriza. Todo lo opuesto para aquellos que no decepcionan, ya que saben aquilatar cuánto pueden ganar con la credibilidad de sus palabras y actos, un hábito que perfectamente se puede desarrollar.
El carpintero que no viene, el mecánico que te deja a la espera, el amigo que no aparece –y así una larga lista-, irrespetan el tiempo de los demás. Como igual lo hace esa visita sin previo aviso, que todos alguna vez hemos sufrido por su inoportuno toque de puerta en la mejor parte de la película dominical, para hablar de carencias, enfermedades y agonías familiares.
Pero eso es tema de otro momento. Por ahora solo me queda seguir esperando a quien me aseguró que de esta tarde no pasaba el arreglo de mi lavadora, que ya tenía la pieza, y venía para acá.
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