Fue la entrada de Alamar, con su arboleda serpenteando la carretera, el primer guiño de amor que recibí de este reparto. Años después viviría en este lugar. Una noche llegué tarde y – como los edificios en mi zona son
similares–, no logré identificar donde vivía. Pensé gritar y recordé que en el balcón había puesto una minúscula maceta, la busqué y respiré tranquila. Allí estaba el apartamento que convertí en mi mundo
personal.

Otro día descubrí un ruido que no identificaba. Al amanecer supe que eran las olas de un mar invernal. Comencé a visitarlo y desde entonces conservo algunos de mis tenis viejos para proteger los pies de los erizos abundantes en aquella costa que para nosotros es la “playita de los rusos”. Incluso, hace décadas rellenaban los riscos con arena para el disfrute de los técnicos soviéticos residentes allí.

En las aguas limpias de la costa fluye la vida, observable en la fauna marina en la cual son perceptibles pequeñas estrellitas y pececitos en colores ajenos a los desperdicios de plástico, lubricantes y la pesca depredadora.

Pienso que tal armonía con la naturaleza define el amor de sus habitantes por el terruño. Incluso ese sentido de pertenencia e identidad que me hace sonreír cuando escuchó a los coterráneos decir: “Mi policlínico, mi médico de familia…”, los mismos que ante el llamado de trabajo voluntario respondieron a la limpieza de los patios, jardines; mientras los pequeños sembrados de ciclos cortos, crecieron.

En este reparto si usted llama a Aguas de La Habana es atendido. Si necesita saber por qué tarda la distribución del gas (de balita) la respuesta llega rápida y sin tapujos. Pero el amor por este gran residencial también necesita otras retribuciones y el apadrinamiento de empresas y organismos.

Por ejemplo, consultorios que solicitan un mantenimiento, edificios a los cuales urge reparar por su exposición a los vientos y el salitre, fosas en espera de un “entendimiento” entre la dirección
municipal de la Vivienda y Aguas negras. Incluso, hace falta que comunales mire hacia dentro para evitar que la basura se albergue en las calles.

Es un deseo compartido que, en un futuro; tal vez no lejano, la playita de los rusos reciba arena y sus antiguas cafeterías vuelvan a “sonreír”. Los pequeños baches de las avenidas puedan ser tapados y las tiendas equilibren el flujo de distribución del pollo y otros artículos de primera necesidad. Pienso
en el primer guiño que recibí de este lugar, en medio de estos amores difíciles, pero reconciliables.

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