Foto: Cartel

Una tarde en que la profesora impartía su clase de inglés, nos dijo de forma sorpresiva: “Los invito a conocer la casa de Frank y Josué País”. Por supuesto, fuimos todos los estudiantes del segundo año de Periodismo, de la Universidad de Oriente.

Nos recibió doña Rosario, la madre de Frank y Josué. No me atreví a preguntarle nada. En su cara reflejaba la misma mirada y serenidad que había observado en las fotos de la prensa de la época cuando marchó
por las calles santiagueras, frente al inmenso mar de personas que la acompañó a enterrar a Frank en el cementerio Santa Ifigenia.

En aquella casa estaban el piano, muebles, fotos y todo lo que tocaron las manos de los País. A mis 22 años, aquella visita me impactó y obligó a recorrer algunos sitios que resguardan la historia de la Ciudad Héroe de Cuba y de toda una nación: La granjita Siboney –todo en su sitio– en medio de un ambiente que propicia imaginar cómo sería la noche precedente al ataque de los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes. La escritura del poema de Raúl Gómez García…

Caminé por la terminal de trenes, mientras miraba a los pasajeros para evocar la mirada de Haydée Santa María y de algunos de los jóvenes del Centenario a una ciudad desconocida. Recorrí el antiguo cuartel
convertido en Ciudad Escolar con sus huellas de disparos en la fachada y observé las fotos de los revolucionarios asesinados.

Nunca olvidaré la mirada en la fotografía de José Luis Tassende. Mucho menos la estancia en el antiguo hospital Saturnino Lora, convertido en museo, que forma parte de un conjunto monumentario en la avenida Garzón. Tenía tres años cuando aquellos jóvenes se habían comprometido con el Apóstol en cambiar el futuro de su Patria.

Por supuesto, en el camino de mi vida no pensaba conocer a protagonistas de esa época y menos conversar con algunos. 

Cuando tuve frente a mí a doña Rosario me puse nerviosa. Igual me sucedió cuando, años después, conversé con Vilma Espín.

Verla tan calmada, pensaba: Y esta mujer le manejó a Frank, qué valor, qué ecuanimidad. Nunca me atreví a decirle que yo leía todo lo posible de su vida guerrillera.

Viví en Santiago y recorrí todas sus calles. Conocí sus gentes y comprendí por qué las puertas no se cerraban para que cualquier combatiente fuera resguardado. No sé si conservan aún aquella valla que decía:
Santiago de Cuba, rebelde ayer, heroica hoy, hospitalaria siempre.

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