Foto: Prensa Latina

Abrí la puerta. Mi vecino Yasser dijo: “Ana necesito que me ayudes”. Lo hice pasar y sin sentarse habló. “Yo estaba en la escuela al campo y conocí a una muchacha, me invitó a comer a su casa y quiero que tú me digas ¿qué hago?, nunca he tenido relaciones sexuales”. Ante tamaña confesión solo respondí: “¿Por qué no le preguntaste a tu mamá?”. “Ni loco yo no le tengo confianza para eso”, me confesó. Me tocaba responder y para pensar agregué: “Espera un minuto voy a la cocina y apagaré la hornilla”.

Cuando regresé inquirí por la edad de la joven y él respondió que “es mucho mayor que yo”. Entonces sentí alivio y dije: “No te preocupes, ella te enseñará”. Días después, con una mirada pícara en todo su rostro, comprendí que obtuvo la respuesta a sus interrogantes.

Puedo asegurar que he sido testigo, en silencio (hasta ahora), de largas historias del amor que di y recibí de los hijos de mis vecinos; pues yo, aunque no sería madre biológica, de ningún modo pensaba quedarme frustrada por desconocer ese amor genético que llevamos dentro.

Los primeros en llegar a mi vida –cuando fui a vivir a Guanabacoa– fueron Silvito, Gean y Danito y mi nombre (impronunciable para ellos) pasó a ser Maya. No los malcrié, pero sí cocinaba lo que les podría gustar y aprendí hasta a jugar a las bolas, bailar el trompo, saltar en el pon y, siempre que podía, los sacaba a
pasear, íbamos a ver el grupo de teatro infantil de Guanabacoa…

El destino me llevó a vivir a Alamar y Silvito, siendo un adolescente, nos visitaba para enseñarme las medallas ganadas en la natación y con él un segundo sofocón: “Maya, mi novia está embarazada, ¿qué hago…?”.

Una tarde llegué a casa y descubrí a vecinos nuevos. Entre ellos un pequeñín que salió de su casa y mientras abría la puerta entró. Muerta de hambre calenté una sopa, me senté, él miraba, decidí coger otra cuchara, le brindé y ahí sin decirle ni pío a su mamá comenzó mi nueva amistad con Papo, para él sería Ana.

Luego llegarían Janpier y Yana. Esta última logró una complicidad tal que cuando tocaban a mi puerta, “descubría” una caja o jaba llena de mis zapatos de tacones que días antes se había llevado y su
mamá cansada del taconeo los devolvía.

Para esa niña sería “Ananaura”. Esos recuerdos se agolpan mientras leo en la prensa los títulos que generaron mayor número de propuestas en la consulta del Código de las Familias y me refiero precisamente al “derecho de la infancia y adolescencia en el ámbito familiar”.

Vea también:

Indisciplina social: la nueva agresividad