Foto: Raúl San Miguel

Silencio. Lunes, 9 de mayo de 2022, siete y treinta de la mañana. Intersección de Prado y Neptuno en La Habana Vieja. El chofer detiene unos minutos el ómnibus 363 de la ruta P11 Alamar-Vedado, y todas las miradas confluyen en una mole gris que solo ha dejado como identificación la estructura herida de los pisos superiores. De pronto una voz, como un lamento íntimo dice “y pensar que el P11 pasa por la calle de atrás, hubiera sido peor una coincidencia”. 

De pronto reacciono y descubro que rompí el silencio, mientras a bordo del ómnibus muchas personas asienten con la cabeza y otras contienen lágrimas en sus ojos. Entonces las voces comenzaron a fluir en medio de aquel vehículo repleto de pasajeros.

Se comentó de los primeros que al escuchar la explosión acudieron a prestar auxilio, quienes corrieron a donar sangre y yo solo atiné a escribir un mensaje a un periodista y decirle: “Por favor, cuídate”. Es un dolor de La Habana y de un país.

Las comunicaciones no colapsaron por suerte, los de afuera llamaban, los de adentro preguntaban que si estás viendo la TV, que si Al mediodía tiene la noticia, que si viste las redes, que si Telesur, Russia Today... Fue un fin de semana terrible. 

El domingo, Día de las Madres, no escuché música por mi barrio ni a nadie gritar, como era costumbre, a las vecinas, ¡Felicidades! No abrí la puerta de mi apartamento, no felicité a nadie, la tristeza embargaba todo, y en la tarde –cuando casi al anochecer salí a botar la basura–, coincidí con un hombre que susurró quedo: “Madre, felicidades”, le di las gracias y por primera vez no sentí eso que llevamos las mujeres adentro
seamos madres o no.

Es el dolor de La Habana y un país. Dolor que ha recibido las condolencias de los nuestros y de los miles de amigos de todo el mundo que a una semana de explotar el hotel Saratoga aún se siguen recibiendo.

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