Foto: Tomada de Redes Sociales

Deseo hacerle una invitación. Si usted está en un lugar público, y hay varias personas, desearía cerrara los ojos por unos minutos. Escuche de qué se habla. Me atrevería a afirmar que por el tono de la voz podrá determinar si el intercambio es coloquial, en voz baja, en diálogo o simples comentarios al aire. Podrá, además, deducir si tienen educación, dominio del o los temas sobre los cuales platican; incluso si es hombre, mujer, niño, joven y la edad.

Pero estoy casi segura de que usted no podrá saber con los ojos cerrados el color de la piel de esas personas. Y ahí es justamente donde deseo detenerme. El color de la piel no determina la calidad humana de una persona aunque, desgraciadamente, en pleno siglo XXI resulta aún –en un país multirracial– una asignatura social pendiente.

He sentido de cerca el racismo, contrario a la crianza que tuve. Mis compañeros de los primeros grados de primaria (en su mayoría) eran hijos e hijas de inmigrantes haitianos y jamaiquinos. Con ellos conocí bebidas y comidas típicas, incluso un toque de tambor, ese que acompañaba los ritos de nacimiento o muerte de alguien y que igual no he vuelto a sentir. Pero es muy diferente que la única hija hembra tenga compañeros negros y otra es que decida casarse con alguien “de color”.

Siempre habrá un comentario bajito, generalmente del más intransigente a la relación que el supuesto trasgresor traga, pero duele. Nunca he dejado de ripostar comentarios como: “¡El negro ese…!”, “…es negro, pero muy decente”, “¡qué pena, tan inteligente que es ese negro!” y así unos cuantos más.

El tiempo del racismo ha sido muy largo y seguirá si cada persona desde su lugar, sea cual sea, con paciencia no trata de combatirlo. Humillantes y humillados hagamos un alto en el camino por un bien colectivo.

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