
¿Quién no ha disputado una cazuela donde se hizo un arroz con leche? Hace años no pruebo un dulce de ciruelas, de mango con la semilla adentro, un panal de abejas chorreando miel, una carne ahumada con palitos de guayabas. Eran sus manos divinas. La extrañamos y siempre está en las conversaciones con mis hermanos. Fue una pareja dispar, ella era 12 años mayor que él, lo cual no fue óbice para una excelente relación.
No tuvieron riquezas, ni fueron personas con altos estudios, pero tenían eso que algunos llaman ángel.
Nos quisieron, mimaron, enseñaron, regañaron sin gritos ni castigos. Cuando en la prensa escrita leí que el
Código de las Familias le otorga múltiples derechos, se me aguaron los ojos, pues nunca pensé que alguien
prohibiera a un abuelo cargar a sus nietos o simplemente conversar con ellos.
Nunca supimos si, previo acuerdo, habían determinado cómo sería cada uno con nosotros. Ella tenía un patio
sembrado con muchos árboles frutales, un jardín con plantas ornamentales y medicinales. Decía que había
que sembrar con luna cuarto menguante. Abuelo nos enseñó a cruzar el puente de la vía férrea que pasaba sobre el río Bitirí, a conocer cada árbol por la corteza, por el olor, por las hojas, de cuál podríamos obtener
agua en caso de algún apuro.
Como todos pecamos, me enseñó a fumar. Abuela cosía y decía “no te preocupes por la ropa, si te entalla de
acuerdo con tu cuerpo todo va bien”. Era una campesina sabia. Por papá tuve solo abuelo, librero, que nos regalaba libros, pero había que tratarlo de usted, lo que frenaba un poco las relaciones.
Cuando converso con mis hermanos siempre salen a relucir los abuelos maternos y les comento que “supieron dejarnos marcas para la vida”. A veces me pregunto si mi abuelo materno recordaba mi nombre, porque hasta el último día me decía “Huesito” por mi delgadez.

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