Foto: Captura de pantalla

Aunque han transcurrido cinco décadas de aquel “descubrimiento” mío, apenas he cambiado al respecto. Y hasta siento cierto orgullo por haber conservado posiciones asumidas desde los primeros años de mi infancia: no me gustaban –y no me gustan– las inyecciones.

Tal actitud contra el acto de ver o sentir una aguja atravesando mi epidermis la he mantenido siempre,
lo mismo ante una inyección intramuscular, una intravenosa o por el diminuto pinchazo provocado por
una vacuna.

Probablemente, más de un enfermero o enfermera jubilado, extrabajador del policlínico Abel Santamaría, en el Cerro, pueda recordar que en sus años en activo más de una vez me persiguió, jeringuilla en
mano, para poder llevar a feliz término la orden de un pediatra.

Y ahora, medio siglo después, cuando veo a Chamaquili en la TV hablar con desenfado sobre la necesidad de vacunarse, me viene a la memoria ese temor mío a las agujas que me ha acompañado durante toda
mi vida, incluso, cuando mi edad era similar o menor a la del personaje creado por Alexis Díaz Pimienta.

Sin embargo, en medio de las actuales circunstancias epidemiológicas, por un lado; y gracias a la merecidísima confianza ganada por las instituciones científicas cubanas, por el otro; debo anunciar, no sin regocijo, que mi aprensión ante el acto de vacunarme se ha visto reducida a cero en esta ocasión.

Sin dudarlo, daré mi brazo a torcer al respecto. Mejor aún, daré mi hombro a pinchar. Lo haré con gusto
y con la certeza de que al hacerlo contribuyo a asestarle un duro golpe a la COVID-19 y a sus trágicas consecuencias. Y, en lo personal, también tendré la satisfacción agregada de haber salido absolutamente
triunfal, al menos, en una de mis pequeñas y muy duraderas batallas contra las agujas.

Otras informaciones: