Foto: Alejandro Basulto

Hay desabastecimiento en la red de comercio del país; es un hecho evidente que se puede constatar por las colas interminables que se forman en diversos locales, sea cual sea el producto que esté a la venta.

Sin embargo, en tiempos en que la COVID-19 arremete sin piedad contra quienes no guardan el debido distanciamiento social, nada justifica que en esas largas filas el espacio entre una persona y otra sea notablemente minúsculo.

La causa, a simple vista, parece tener su génesis en la propia insuficiencia del –o los– objetos que necesitamos comprar, pero también tiene un trasfondo psicológico provocado por más de una particularidad afín a estos escenarios.

Amelia, una mujer de mediana edad de Altahabana, confiesa que no se aleja de quien le antecede en la cola porque “de un momento a otro piden los carnés de identidad y hay que estar atentos para que nadie se haga el gracioso”.

Por su parte, Yuri, de Centro Habana, dice que “al mercado se entra por grupos y, si no mantienes tu puesto
bien cerca de quien va delante, entonces los pillos aprovechan el espacio para colarse”.

Con probabilidad la mayoría de quienes cotidianamente somos parte de una cola apenas nos demos un respiro para reparar en el porqué, generalmente, estamos más cerca de otra persona que lo recomendado por las autoridades de Salud. Es como un reflejo –casi siempre bien fundamentado– que nos pone en guardia constante ante posibles “invasores”.

La indisciplina endémica, a veces tan arraigada que se confunde con otras causas, también contribuye a
que estemos bien pegaditos en las colas. Pero lo cierto es que ante el acecho del SARS-CoV-2, y conociendo la gravedad de los daños que puede causar, valdría la pena ser consecuentes con nuestro propio cuidado y el de los demás, en aras de preservar la salud y la vida. El síndrome del “semecuelan” se puede controlar con relativa facilidad, la COVID-19 suele ser más difícil de curar.

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