Foto: Alejandro Basulto

Aún recuerdo el día que me infecté de ti. Tú, a más de dos metros de distancia sumida en una indiferencia punzante; yo, escarbando con mis ojos tu naturaleza virgen con la mascarilla puesta, la misma que hasta ese momento me había mantenido asintomático ante las pandemias de la vida.

Recuerdo esa sensación inédita cuando te volteaste a verme y se prendieron de súbito esos faroles viejos que dormitaban en las esquinas oscuras de mi espíritu.

Lo pude sentir. Tú, a dos metros de distancia con una expresión curiosa y suave en el rostro; yo, inquieto mientras sentía una evolución tórpida de mi cuerpo al contagio de tu belleza extrema.

No recuerdo mis palabras, lo confieso. Sólo aquella sensación que hasta hoy guardo en la memoria de las células vibrando y expuestas. Tú, a casi un metro de distancia con una sonrisa flotando en tus labios carnosos; yo, con los pulmones colapsando y el corazón respirando fuerte.

No sé qué te dije, apenas me podía escuchar a mí mismo mientras esparcías al viento el polvo de tu encanto. Tú, a menos de un metro de distancia diciendo algo; yo, aspirando tu aliento infectado de ese virus raro que estremecía mis órganos por primera vez y me provocaba náuseas salvajes.

No puedo olvidar ese momento. El cuarto a media luz, Sabina y la lluvia como cómplices salpicando sonidos a ambos lados de las paredes. Tú, a sólo centímetros de mí con tu desnudez como vacuna para mi alma mórbida y contaminada; yo, con la sangre hirviendo mientras dejaba caer a intervalos los besos en tu piel trémula y frágil.

Tú y yo metidos en la boca de Dios con los mismos síntomas que luego confesaste bajo juramento. El amor como antídoto convirtiendo las debilidades en fuerzas increíbles para andar inmunes ante los demonios perversos de este mundo, y en el aire una voz casi familiar que susurraba una y otra vez: "...porque el amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren".

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A través del cristal