Foto: Boris Luis Cabrera Acosta

Desde el mismo momento que la Comisión Nacional anunció la fecha para dar a conocer la preselección del equipo Cuba y su cuerpo técnico, los aficionados de todo el país comenzaron a buscar las cualidades necesarias que debía tener un director para asumir tan importante cargo.

Varios nombres fueron cayendo como hojas de otoño del altar de las opciones ante la avalancha de exigencias y características solicitadas. Aun con parches mentales y remiendos urgentes, las figuras que emergían se convertían en imágenes confusas, en nebulosas indescifrables que no convencían a técnicos y aficionados.

La imperiosa necesidad de alcanzar un boleto olímpico o de lograr una actuación decorosa en la fiesta panamericana de Lima, se convertían en vientos huracanados que hacían desvanecer propuestas y resoluciones.

Se buscaba a alguien con carácter y criterio propio que hiciera valer su opinión en medio de tormentas y que tuviera la dignidad de asumir consecuencias por sus actos. Alguien que no le temiera a la hoguera eterna donde siempre terminan incinerados los directores de equipos.

Era necesaria, además, una figura que defendiera a muerte su pequeño terruño como insoslayable ensayo para darlo todo por la patria grande. Con vergüenza y honor, que llevara siempre encendida la ética como una lámpara de inagotable aceite. Un hombre en toda la extensión de la palabra que no aceptara imposiciones ni debilidades.

Bajo una premura y un silencio desesperante se buscó en las páginas de la historia, en la grama de los terrenos, y en la boca siempre inquieta de los aficionados a alguien que tuviera también experiencia y prestigio, con el alma limpia, la mente abierta, y la sangre hirviendo.

Un director que supiera aglutinar y que defendiera con los dientes las familias que construía a su paso con su sacrificio, que tuviera un sentido extra y un ángel ganador que lo acompañara a todas partes. Alguien que comprendiera el sentido de la amistad, que supiera el significado de la fidelidad y la entrega desmedida.

Fue así, en medio de los inviernos que aun enfrían nuestro pasatiempo más querido, entre las dudas y las resignaciones, que el humo blanco salió esta semana por la chimenea del estadio Latinoamericano demostrando el concilio y la aceptación por parte de las grandes multitudes.

No fue necesario diseñar un animal mitológico ni revivir cuerpos inertes para armar por pedazos a un clásico de la literatura universal. Ahí estaba Rey Vicente Anglada, tranquilo y sereno, listo para asumir el mando del equipo nacional para beneplácito de la mayoría de nosotros, los que amamos el béisbol por encima de pasiones provinciales y estériles chovinismos. Nos vemos en el estadio.