Hace poco más de una década tuve el privilegio de conocer a Eusebio Leal. Cualquiera pudiera pensar que mi profesión de periodista hizo posible ese primer encuentro, pero la verdad es que no lo conocí en ningún acto, recepción, homenaje o nada por el estilo.

La primera vez que estreché su mano –lamentablemente no fueron muchas– lo hice en la calle, más específicamente en la intercepción de San Ignacio y Obispo, en La Habana Vieja.

El centro histórico de la ciudad siempre me atrajo —y me atrae— con un raro magnetismo que me llega desde sus calles adoquinadas y me acaricia el alma. Por eso no fue casual hallarlo en uno de mis recorridos habituales, porque ya sabemos que no tenía nada de extraño verlo a cualquier hora, hablando con la gente, como un vecino más.

Recuerdo que ese día varias personas le prestaban atención en aquella esquina, después que él las escuchó detenidamente, y le hablaron sobre la repentina falta de iluminación de un parque cercano. Yo me aproximé apenas sin disimular mi intromisión y después de oír su sencilla respuesta –“no se preocupen…”– continué rompiendo mis propias barreras hasta saludarlo con un apretón de manos. Tres horas más tarde llegó la noche, y el parquecito de Mercaderes y Lamparilla estaba completamente iluminado.  

Sin embargo, desde mucho antes de ese día ya sabía yo que había un mínimo espacio entre lo que Eusebio Leal decía y lo que hacía. De hecho, mi mayor admiración por él fue hacia esa virtud suya de ser consecuente con su palabra, de hacer inmediatamente después de decir, sin demoras, sin falta...

¡Ya sabemos cuán rica, inteligente y hermosa fue su palabra! Pero no menos valiosa, sabia y maravillosa fue su acción: Dijo e hizo en un solo acto. Y en incontables ocasiones hacía mucho más de lo que era capaz de anunciar con su verbo fluido y veraz.

A cada una de las innumerables dificultades que intentaron convertirse en obstáculo, él les buscaba una salida, una alternativa, aunque a veces tuviera que lidiar con los implacables integrantes del otro bando, donde a cada solución se le busca un problema.

Su corazón nació repleto de amor incondicional por La Habana y por Cuba. Por su ciudad y su país fue creativo, espontáneo, espléndido, laborioso, incansable… No precisó escuchar voces mayores para hacer sus grandes obras, más bien, tuvo el don de saber pegar el oído a la tierra que lo vio nacer para advertir sus gritos, sus cantos, sus necesidades, sus lágrimas, sus coloridos pregones.

Muchos habaneros y cubanos le agradecemos. Su palabra, su magisterio, el orgullo de haberle podido ver encantando a reyes, presidentes, intelectuales, religiosos, científicos, artistas… Su oratoria y carisma salían airosos ante cualquier jerarquía, poder o talento.

Pero también le damos gracias por la casa remozada o nueva, por los centros escolares, las bibliotecas, los múltiples empleos, la Universidad de San Gerónimo, las escuelas-taller, por rescatar el pasado, asegurar el presente y preparar el futuro…

Hoy nos obliga a cumplir un deber insoslayable el adiós al único hombre que vi casi invariablemente vestido de gris, aunque siempre irradiando luz. Hoy su pérdida física nos convoca a homenajearle. Yo propongo que seamos prácticos y precisos –como él–. Prefiero, que con el paso del tiempo jamás se haga notar que ya no está entre nosotros.