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La violencia estética es una presión social internalizada, transmitida por medios de comunicación, redes sociales y cometarios cotidianos, que impone cánones de belleza inalcanzables y los normaliza como ideales. Su peligro radica en cómo distorsiona nuestra autopercepción, erosionando la autoestima y la salud mental.

Sin embargo, no actúa sola. Es un sistema alimentado por violencias estructurales que repetimos -casi por inercia-, como el machismo, los estereotipos de género, la gordofobia, la gerontofobia y el racismo. Estas fuerzas se entrelazan para convertir nuestros cuerpos en territorios de control, donde lo “deseable” se define desde el poder y la exclusión.

El canon de belleza hegemónico -joven, delgado, femenino y occidental- se perpetúa a través de los medios de comunicación, las series, películas, apartados publicitarios y redes sociales, dictando no solo cómo debemos vernos, sino cómo debemos ser. Este modelo, lejos de ser un ideal pasivo, opera como un sistema de opresión que convierte a las mujeres en esclavas de sus propios cuerpos, obligándolas a perseguir una perfección inalcanzable.

Ya no se trata simplemente de nacer con ciertos rasgos, sino de comprarlos. Los filtros de redes sociales, tratamientos costos, rutinas agotadoras y los retoques y cirugías estéticas, han convertido la belleza en un producto que requiere dinero, tiempo y sumisión. Lo que antes era un estándar inalcanzable se ha convertido en una industria que lucra con la seguridad.

La apertura digital en Cuba ha traído consigo la adopción acelerada de cánones estéticos globalizados. Sin embargo, la brecha entre estos ideales y las dificultades para acceder a este tipo de tratamientos -aunque poco a poco se comienzan a ver de forma muy limitada- convierte la violencia estética en una doble condena: se sufren las exigencias sin tener los recursos para cumplirlas.

La violencia estética, lejos de celebrar la diversidad, la aniquila. Es una máquina perfecta de exclusión que alimenta el sexismo al moldear los cuerpos femeninos para el placer masculino, perpetúa el racismo al coronar la blanquitud como ideal supremo, exalta la gerontofobia al borrar cualquier rastro del paso del tiempo y naturaliza la gordofobia al convertir las curvas en un delito.

Detrás del mito de “la belleza universal” se esconde un régimen de control que asigna valor humano según centímetros, tonos de la piel y años cumplidos. No son meros estándares, son jerarquías disfrazadas de aspiraciones, que convierten lo diferente en defectuoso y lo diverso en indeseable.