Mamá planeaba el viaje, papá escogía los caballos. Iríamos al cafetal de Bulica, en la sierra de Nipe, al norte de la entonces provincia de oriente. La noche anterior a esa aventura que solo mamá emprendía en vacaciones, no dormíamos. Ninguno de los tres hermanos sobrepasamos los ocho años y aunque vivíamos en el campo nada era igual que ese paseo que nos llevaba desde Cañada Seca, un pequeño valle, hasta esas montañas que desde casa se veían azules, principalmente en los atardeceres.
El recorrido era por un terraplén hasta convertirse en trillos escoltados por árboles cuyas sombras refrescaban el ambiente. Sentía el olor del monte, silencio interrumpido por el aleteo de los pájaros, el canto de alguna paloma torcaza o veías una lechuza levantar vuelo.

El sol cubría una parte, por la altura de las lomas, la otra quedaba a la sombra. Cuando llegábamos no sabía qué hacer, si saludar o correr al secadero de café para ver cómo los hombres con grandes rastrillos movian los granos para que el sol eliminara la humedad para el futuro tueste.

Me gustaba tomar con la mano un coco de aquellas matas enanas y escuchar el grito de " vengas muchachos", nos esperaba una variedad de frutas. Allí conocí el moscatel, el níspero, el marañón. En plena montaña vi un manantial, un pequeño chorrito brotando agua y luego ancharse hasta convertiré en río. Cuando el sol caía regresábamos con regalos, pinol, dulce de coco, de toronja, café tostado.

Los tiempo cambian, las distracciones son otras, pero en cualquier lugar de esta ciudad hay espacio para levantar un vuelo y pasar un agradable rato. Mi infancia fue en el campo, vi una polimita viva, escuché el ruido de una crecida. Me perdí una niñez de ciudad pero lo que mataperrie con mis hermanos nadie me lo quita, pero los museos están ahí puedes volar con la imaginación.

Por Ana Maura Carbó