
Cuando partía, le pegunté ¿usted es costurera?, para que me haga la ropa. “Dónde usted vive, yo soy del Cerro”. La mujer que la acompañaba, su hija, preguntó: ¿cómo sabe lo que ella hace? Respondí, observaba detalladamente a todas las pacientes que llegaban y a algunas le preguntaba por la ropa, con la mirada vive cada detalle de una excelente e hechura.
Cuando asisto a la consulta de la geriatra siempre ocupo un sillón cercano a la puerta y tomo una foto mental de quienes llegan; mujeres en su mayoría y poquísimos hombres.
Algunos traen a sus padres como si fueran de papel de celofán, con un trato exquisito, y otros no tanto, porque hay de todo. Adultos mayores que rechazan ayuda; creen en su autonomía con en el cuerpo apoyado en bastones o andadores. Otros entran con el dolor en los rostros y sus vástagos le exigen bajarse de los carros solos, sin ayuda, no reparan en su dependencia, no son los de años atrás.
Unos acompañados por vecinos o sobrinos, pues sus hijos valoran más el trabajo que asistir con sus progenitores a consulta, olvidando que ya no escuchan igual, son más torpes, necesitan la protección que solo el amor ofrece.
Amores, indolencia, sonrisas pasean por esta consulta de geriatría, donde mentalmente tomo fotos que a veces me hacen sonreír por tanta felicidad en rostros cuyas arrugas no permiten calcular los años.
La paciente costurera cosió y entalló mentalmente cada hechura que pasó ante su rostro; yo desde mi posición disfruté el amor reflejado por una anciana en cuya casa, estoy segura, conviven el amor, la amistad y comprensión de quienes habitan bajo el mismo techo.