Foto: Tomada de ACN

La frase atribuida a la cultura popular china que reza: “Quien no sabe sonreír no puede abrir una tienda”, encierra la premisa esencial de que cualquier estrategia de mercado competitiva, sostenible, se encuentra condicionada por un contacto humano amable y profesional con el cliente, lo que propicia el convencimiento en adquirir un artículo, recibir el servicio apropiado y motivarlo a regresar en otra ocasión para satisfacer sus inagotables sueños y expectativas.

Si bien el éxito de la actividad comercial convencional de ofrecer y vender se encuentra supeditado a disimiles factores subjetivos, tales como la necesidad circunstancial de obtener algo, el sentimiento de predilección, la capacidad financiera del usuario y otros de carácter objetivos, como la proximidad de lugar, la variabilidad del bien y la calidad de lo que se persigue, no hay dudas que todos los caminos emocionales del cliente comienzan con la interacción entre éste y el ofertante. Proponer y servir con esmero eficaz constituyen el arte de agasajar con el corazón de las palabras, con un gesto de cortesía y la expresión de una sonrisa.

Cuán acogedor resulta observar como un colectivo de trabajadores en un restaurante o en una cafetería se esfuerzan para que te sientas especial desde que pones un pie en su puerta, hasta que te sientas y ordenas algo del menú. Intentan miles de ingenios para que en su sitio trasciendas junto a la magia del momento construida inigualablemente para cualquier visitante.

Resulta gratificante cuando simplemente llegas a un lugar de ventas y el operario te recibe con entusiasmo, te sugiere, te explica y te incita con verbo sugerente a la obtención de lo más apropiado según tu búsqueda, demostrando con su labor que eres su razón de ser.

Total decepción ocurre cuando simplemente preguntas por cierto artículo y el dependiente ni te nota, ni te mira a los ojos, esquiva cualquier gesto de prueba de tu existencia, y en su lugar sigue ensimismado en otras cosas que prioriza, como por ejemplo, jugar al tetris con una sola mano en el móvil, continuar opinando con alguien sobre un pasaje de la novela o simplemente reproduciendo mediante movimiento de robot el primitivo gesto insípido de "coge el producto y dame el dinero”.

Peores situaciones de desinterés suceden cuando indagas el costo, porque tu vista no alcanza y te responden: “está puesto en la pizarra”, y siguen mirando para el techo del local o simplemente continúan leyendo Facebook y otras redes sociales favoritas. Hay otras vertientes más espantosas cuando te gritan como al ganado: “oye, ya no entren más, aguanten ahí”; o la alternativa gutural de: “tú no lees que dicen tres personas dentro”. En ocasiones, hasta se incomodan porque en un ejercicio de elección indagas por el costo de dos o más productos y concluyen espectacularmente con el epílogo estándar de que tienes que pagarle la “jabita” para poder embolsar todo lo que compraste.

No existen cursos ni manuales para aprender a respetar a quien aspira a un servicio decoroso. La fuente de esta actitud tiene génesis en el proceso de la formación de la personalidad de cada individuo y de cómo valorar y percibir al prójimo. Pero en términos mercantiles los principios éticos, primero que los técnicos productivos, han ubicado a cada empresa donde le toca. No es que una sonrisa o el trato cortés y respetuoso definan la duración de una plaza, sino que precisamente las entidades de venta y de prestación que desconocen la condición humana se encuentran destinadas a desaparecer y quedar aisladas por el efecto soberbio y categórico de esta limitación, pues es el cliente quien sale y se pone con el sol que les conmina a abrir su tienda.

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