Lo vi a través de un cristal. Cuando me descubrió gritó mi nombre, solo respondí: ¡“Estoy viva!” y él contestó: “Nunca lo dudé de ti. Eres la única que en mi larga carrera se paró ante mí y dijo: “¿Cuánto me queda?” “Aún tengo mucho que escribir”, respondí. “Te leo… ¡“Qué alegría verte!”.
Parada frente la meseta de mi cocina, tratando de adobar algo que ya no deseo comer, comentaba conmigo: …si no existiera bloqueo, si pudiéramos hacer todo como debemos y deseamos, fuéramos otros. Había vivido en el otro extremo de la ciudad unas horas inolvidables, aunque dormí mal pensando que mi consulta (cada año) para evaluar un tratamiento que arrastro hace diez, no tendría al transporte –en la situación actual- como mi mejor acompañante.
A las siete y algo el P11, número 365, nos dejó parados, pero el C7 con toda la paciencia del mundo esperó que nos aglutináramos como si abordáramos una excelente lata de sardinas.
Llegamos a la parada denominada del “Naval” cuando un carro, muy moderno, del Ministerio de Transporte detuvo la marcha para dejar a unas compañeras y pregunté: “Me cruzan el túnel, por favor…” y el chofer y la acompañante dijeron al unísono: “Venga”, y llegué hasta cerca el hospital Manuel Fajardo, en el Vedado, donde el Instituto Endocrinología tiene un área de consultas.
¿Me permiten unos segundos para volver al punto de partida de este comentario? Gracias. Pues sigo en el adobo con el que pretendo cambiar el sabor al picadillo, como variable de proteína animal de cada día (al menos gracias, aunque venga condimentado) y recuerdo a quienes esperaban en aquella espera en una sala donde dos secretarias, con calor de por medio; y -tal vez- con un picadillo como el mío, trataban a todos con la mayor amabilidad, y paciencia, sin alterarse jamás.
Y me repetía la interrogante de resistencia que nos revitaliza e identifica como un pueblo capaz de enfrentar las dificultades, cualesquiera que sean sus causas: ¿Cómo seremos sin bloqueo? Porque en honor a la verdad no hemos perdido la sonrisa, solidaridad, menos esa capacidad solidaria que defendemos como valor perdurable: amar al otro.
Y de pronto, la secretaria que atiende a pacientes de endocrinos alertó que la doctora llegaría un poquito después (luego supe, muy bajito, que nuestra heroína también se enferma: tenía mal el estómago). Sin embargo, nos consultó. Y esa mujer, tan cubana como muchas que luchan desde aquí, me dijo: “Por favor ve al laboratorio, te harán análisis, vives muy lejos, eres una persona mayor; así no tienes que salir temprano para llegar hasta nosotros, como está el transporte...” Miré en derredor y descubrí que había otras pacientes de lugares muy distantes. El laboratorista de guardia era el más agradable de todos los seres humanos.
Y yo, ante mi meseta, contenta por el fructífero día recordaba a ese hombre que vi a través de un cristal y que un día me dijo: “No te olvidaré porque nunca fuiste acompañada; aunque, cuando conversábamos, supe que tienes una fe infinita”.
Entonces dije: “Doctor, yo seré parte de su experiencia como cirujano. En mi casa no saben de mi enfermedad, guardo los papeles en una vieja jarra de cervezas que nadie registra”. Y ese médico cuyo nombre es Mustafá respondió: “Si vienes sola, no entras al salón de operaciones”. Entonces lo comuniqué a mi familia. Ante la meseta miro el picadillo y recuerdo la sonrisa de mi “cirujano”. Estoy seguro que cumplirá su promesa. Tampoco lo olvidaré.
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