Hospital Naval Foto: Facebook

Me aferro a la teoría del vaso medio lleno. Por eso no colapsé cuando el 1ro. de diciembre de 2023, un mal paso y caída me ocasionaron fractura del “Cuello quirúrgico” del húmero izquierdo.

Diez días después colapsó el disco duro de la pc. Pero a esto no le puse corazón. Me centré en mi sanación, iniciada en el mismo momento del accidente, pues varios hombres salidos de la nada —porque la calle estaba aparentemente desierta—, me ayudaron a levantarme, localizar a mi hija en el trabajo y buscaron al chofer del taxi que no es novato en socorrer necesitados.

Siguió la inyección con el analgésico salvador en el policlínico, la diligencia en Urgencias del hospital Naval,
donde alguien ubicado en la puerta ayudó para llegar hasta la consulta, en la que dos ortopédicos diagnosticaron, placa digital de por medio. La buena atención se repitió en las otras ocasiones que acudí para que valoraran la evolución de la fractura, positiva además, porque nunca faltaron quienes me atiborraron de palabras de aliento, y compartieron medicamentos. 

La cadena de buenas acciones se completó cuando casi dos meses después acudí a la consulta de la fisiatra en el policlínico Mario Escalona. Ya había recibido los deberes de la doctora Heydi, y sus cuatro sesiones de citas para apreciar la efectividad del procedimiento, impiden que mi vaso disminuya un milímetro en su contenido. Me siento obligada a destacar la actitud de la médica, quien, cual maestra de primaria, explica padecimientos, consecuencias, enseña ejercicios, evalúa a quienes repiten. Sabemos que no abunda tal comportamiento. Más bien nos quejamos de lo contrario.

Y sigo con el optimismo. Un diezmado equipo de fisioterapeutas hace todo lo posible para sacar partido a los
aparatos con varios lustros de sobrexplotación y ponen no solo sus conocimientos adquiridos, también la frescura que aporta la juventud, amalgamada con suficiente paciencia y responsabilidad para conseguir el máximo de los pacientes, sobre todo en aquellos desalentados porque perdieron la movilidad o padecen enfermedades crónicas.

A muchos he visto mejorar durante mis incursiones diarias para las sesiones de fisioterapia, en las que reconforta apreciar las relaciones de humanidad entre hijos y padres muy enfermos, la inevitable amistad que comienza en las sillas metálicas del pasillo donde esperamos por la asistencia.

Ni los precios leoninos, ni los malos servicios que pululan, ni la sequía, ni la odisea para transportarme fuera del municipio han empañado la reconfortante experiencia de estos últimos 160 días. Es la que me ayudó también este domingo, a recordar los buenos momentos con quienes ya no están y a las que doy gracias porque me inculcaron —y no lo supe hasta ahora—, una teoría que llevaron a la práctica en otros tiempos difíciles.

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