Una carta recibida recientemente en nuestra sección fue el detonante de este comentario. Antes, por diversas quejas, los internautas de la página web habían comentado acerca de situaciones que tienen como denominador común los excesos de ruido, que en términos de los especialistas clasifican en la denominada contaminación ambiental.

Muchos se centran en quienes apabullan al prójimo –a cualquier hora, grado y lugar–, con la música de su gusto, a niveles en ocasiones insoportables. ¿Le son familiares las expresiones: “No puedo oír radio, ver la televisión, hablar por teléfono, conversar, ni dormir una siesta; tampoco se oye el timbre cuando tocan a la puerta?”

¿Quién se libra del sobresalto cuando ve circulando un bicitaxi similar a una carroza de carnaval, alguien transita o monta un ómnibus con una bocina a todo volumen o el mismo chofer contribuye con la suya? A cualquiera le puede molestar y dañar el ruido, que se mide en decibelios (dB) y está considerado entre los agentes contaminantes del medio.

Según bibliografía consultada, entre 55 y 75 dB ya es un nivel considerable. Lo pueden generar, desde una aspiradora, una calle con mucho tráfico, el despertador, la televisión a un volumen elevado, una lavadora, el teléfono móvil o una batidora.

En 80 dB la cosa es más seria. Por encima de esa cota, los resultados de estudios científicos avalan que la capacidad auditiva del ser humano comienza a afrontar complicaciones, que pueden derivar en sordera y otros padecimientos, como problemas cardíacos, de hipertensión arterial y trastornos nerviosos. Además, repercute en el estado anímico de la persona, provocando irritabilidad, agresividad, fuertes dolores de cabeza, insomnio, desórdenes digestivos, fallos de la visión, bajo rendimiento productivo…

Es un fenómeno cotidiano –¿indetenible?–, que encontramos en la calle, en el ómnibus, en la casa, debido a la indisciplina social y falta de conciencia, de las cuales no eximimos a las instituciones estatales que ubican fuentes sonoras contaminantes en áreas donde afectan a una suma importante de habitantes, léase centros culturales y recreativos, y los provenientes de industrias, talleres mecánicos, carpinterías estatales y particulares y de grupos electrógenos de fuel oil.

No hay desamparo jurídico para quienes denuncian y padecen esos casos. Vigentes están la Ley 81 del Medio Ambiente, que data de 1997, y otras disposiciones jurídicas de los Ministerios de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente, Salud Pública, de Trabajo y Seguridad Social y del Interior, que proscriben tales excesos, y entre otras medidas fijan sanciones monetarias, el decomiso de los medios utilizados para cometer la contravención y de los productos obtenidos de esta, hasta la suspensión temporal o definitiva de licencias y permisos.

Existen grupos de trabajo a nivel nacional y en las provincias para coordinar e integrar las acciones de los organismos reguladores en su prevención y enfrentamiento, en los cuales se encuentran todos los órganos reguladores y aquellos organismos que tienen incidencia en la contaminación sonora por las actividades que desempeñan –recreativas o de carácter tecnológico–. Sin embargo, a diario estamos expuestos a un fenómeno, cuya diferencia solo se encuentra en la intensidad y la percepción individual.

¿Cuánto se ha escrito en la prensa sobre el tema? Bastante, y tendremos que continuar, igual que deben cobrar vida los anuncios que informen sobre los daños que ocasiona el ruido excesivo a la sanidad y las medidas que pueden ser aplicadas a los infractores.

También es importante interiorizar que siempre habrá que apelar a la conciencia de las personas y que enfrentar la contaminación sonora no puede constituir una campaña y sí el enfrentamiento permanente de todos los involucrados, en aras de la tranquilidad y salud ciudadanas, y que la institucionalidad sea aplicada con el rigor que recoge la ley.

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