
Muchos solemos añorar, amar o al menos simpatizar con gestos de alegrías para que llegue el viernes. Hasta algunos escépticos le conceden el beneficio de la duda y oran porque algo mágico pueda pasar antes del adiós de sus dos siguientes amigos universales, antes de que el sol extinga esas últimas horas finales del domingo. ¿Y por qué? ¿Tal vez será el mejor día de la semana para salvar algo? o ¿intentarlo de nuevo? ¿Incluso en armonía con lo anterior?
La mayoría piensa en una fórmula ganadora, en un proyecto de vida y sin duda escogen el viernes como el verdadero escenario para decidir que es el momento de soñar. Otras opiniones estiman que solo representa la antesala de la continuidad de un descanso convencional, un simple derecho humano para ese maratón ordinario llamado vida.
El universal sentimiento positivo se encuentra en nuestro adn nuclear y nunca podría ser arrancado. Estará allí y se transmitirá por los siglos de los siglos, simbolizando una señal más de nuestra voluntad en mentalizar que -en las 48 horas siguientes después todo…, va a estar todo bien.
De hecho, los viernes resultan un punto de inflexión: te conviertes en competidor de nuevos objetivos o al menos lo intentas, planes de limpiezas olvidadizas o circunstanciales que dejaste (por hacer la semana anterior), piezas para lavar, gente inolvidable a quienes ordenas subir los pies cuando pasas con el trapeador, compras de agromercado y hogar dulce hogar; pero, en el fondo de tu corazón, y a millas emocionales del inicio del sábado, ya sabes que tu familia te pertenecerá y que no habrá nada después del viernes.
Ver además: