Foto: José Antonio Pillo

¿Qué hay dentro de Gaby, Melissa, Sheyla, Orisel, Marian, Lisandra, Jesús y Ernesto, estudiantes de la facultad de Derecho, quienes de manera voluntaria prestan su apoyo en el centro de aislamiento de La Habana del Este…? ¿Qué habita emocionalmente en cada segundo de sus pasos circunstanciales fuera de su hogar?

¿Qué están sintiendo por estos días que están lejos de su bregar en los bufetes colectivos? Ellos, comprometidos, aportan en el contexto de un espacio, tal vez sombrío (para algunos) y expectante a la espera de un “positivo”.

Valentía, entrega y altruismo, a tal punto sublime, cuando cada puesta de sol será una noche más al lado de un ser desconocido, compartiendo el interior de una de esas arquitecturas colectivas, donde la proximidad convierte al vecino en familia y la lejanía deja de ser un espacio físico, en un entorno –ahora de puertas cerradas- a las cuales deben tocar y compartir, desde la mirada, el apoyo solidario.

Cuando observas estas vivencias, reafirmas que Cuba está salvada. ¿Quién dijo que la geografía nos condena? No. Es imposible sucumbir cuando mostramos esa garra espiritual que nos precede: el legado tangible de una nación construida por nuestros padres, heredadas de nuestros abuelos –pienso en la Balada de los dos abuelos, de Nicolás Guillén-, con el dolor y orgullo de una, nuestra historia.