Vilma Espín. Foto: Archivo de Tribuna de La Habana

No puedo imaginar cómo pudo camuflar su rostro extremadamente dulce y femenino, “atrapada” su cabellera en una gorra, para evadir la acechante observación policial, mientras conducía por las estrechas
calles santiagueras como chofer de aquel joven -sobre cuyos hombros también pesaba el compromiso
de liberar a Cuba-, durante los peligrosos ajetreos vinculados con la lucha clandestina.

Cuando tuve la oportunidad de vivir en su ciudad, porque estudiaría en la misma universidad donde se
graduó, decidí desandar toda la urbe para conocer un poco más sobre la capacidad e inteligencia de Vilma
en su apoyo directo a Frank País, el jefe del Movimiento 26 de Julio, en Santiago de Cuba.

Pasarían muchos años para verla de cerca y hablar con ella, o mejor dicho, que ella me hablara a mí. No
recuerdo con exactitud si fue en 1993 o 1994; lo cierto es que la crisis económica de esos años estaba en su
máximo escalón y como periodista debía asistir a un encuentro de ella, entonces Presidenta de la Federación
de Mujeres Cubanas (fmc), con una representante del Parlamento Europeo, quien había decidido visitar la Isla para brindar una supuesta ayuda a las mujeres cubanas.

Aquella señora hablaba y evidentemente no sabía quiénes éramos las mujeres de este país. Vilma la miraba y
escuchaba, pero yo sentía por dentro que la irritación iba creciendo. Olvidé todo protocolo y le pregunté cuántas veces había visitado nuestro país y si nos conocía. Respondió que no y entonces dije: “Si no nos conoce… ¿cómo puede usted tener esa opinión?

Cuando volví a la realidad en la cual estaba pensé: ¿Qué hiciste Ana? Aquel encuentro terminó minutos después de mi intervención y, cuando me marchaba, sentí una mano en uno de mis hombros. Era Vilma. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal y deduje que me iba a amonestar. Solo señaló: “Gracias, tú le dijiste lo que yo, desde mi posición, no podía”.

Años después debí asistir a una reunión, previa a la Conferencia de Beijing, y ella llegó; saludó una por una a
todas las asistentes en el lugar, menos a mí que permanecía sentada en un sitio con poca luz en aquel amplio salón. A la hora del receso se acercó y preguntó si estaba en la reunión cuando ella llegó. Al responderle que sí se disculpó por no haberme saludado. Solo sonreí y le expresé que estaba en el lugar menos iluminado.

Tuve la suerte de ir al inicio de varios cursos escolares donde Vilma estaba. Conversaba de sus nietos, de todo lo que nos circundaba. ¿Quieren que les diga la verdad? No podía articular palabra, solo la miraba, había leído todo lo que pude sobre su vida y obra revolucionaria. Era, o mejor dicho, es tan grande para mí que, aunque educadísima y conversadora e invitaba al diálogo, yo quería imaginarla con el fusil, en los preparativos del 30 de noviembre, burlando al enemigo por los patios traseros de las casas de su Santiago... Nunca la dije cuánto la admiré. Pero sí me digo: ¡Qué suerte tuve!

Ver además:

Mujeres en Revolución