Foto: Jorge Luis Sánchez Rivera

Aquel día él encontró un arco dorado en medio del camino. Era un objeto completamente desconocido. Lo tomó en su mano, le dio vueltas por todos lados, incluso intentó disparar con él su lanza, pero esta era muy pesada y no ocurrió nada. Así dedujo debía ser parte de otro objeto, y sin perder tiempo salió a buscarlo.

Al otro lado del mundo, en los tiempos en que la tierra aún no estaba dividida en diferentes continentes, ella encontró una flecha dorada. No sabía para qué servía, ni cómo llamarle, pero estaba segura era parte de un invento mayor. Sin demorarse salió en busca de ese objeto que faltaba. Sin saberlo avanzaban uno al encuentro del otro.

Así desafiaron el frío, el calor, la lluvia, la sed, debieron soportar el hambre, y el cansancio de sus pies. A sus espaldas quedaba cuanto les era conocido, delante, un mundo lleno de asombros.

Un atardecer, cuando el cansancio cubría cada poro de sus cuerpos, se encontraron. En ese instante sintieron un rato extremecimiento. Él estába fascinado ante esa criatura que era tan parecida y tan diferente a él; ella lo miró entre atónita y maravillada, era como ver su reflejo sin senos y con pelos en la cara.

Él contempló la forma curva de su cuerpo; ella, la rigidez de su mano. Sedientos de conocer, ambos se unieron en un largo abrazo y sus labios se encontraron en un primer y mágico beso, mientras descubrían cómo usar la flecha y el arco. Así nació el primer te amo, el primer suspiro del aire, y el primer Cupido, ese que hasta el día de hoy anda travieso por el mundo uniendo almas, con flecha y arco dorados.

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Bitácora del amor en la ciudad de las convergencias