Foto: Cubarte

Alguien había dejado la novela terminada encima del escritorio del editor. Cuando la oficina quedó a oscuras, el protagonista comenzó a vagar por los extensos párrafos, exhausto por su accionar repetitivo a lo largo de tantas páginas.

Colmados de inconformidades, la idea central, la dudosa impronta, y el final abierto hasta los tuétanos; lo siguieron a hurtadillas mientras él les hablaba sobre teorías conspirativas, revoluciones, y guerras necesarias.

En la madrugada ya se le habían unido los signos de puntuación, las motivaciones ocultas, el extracto olvidado detrás de las oraciones, y hasta el título de la obra con sus muletas a cuestas.

Antes del amanecer ocurrió la masacre: capítulos enteros fueron lanzados a una hoguera improvisada a la orilla de los márgenes; el prólogo, el índice, y el epílogo, barridos de la faz de las hojas, y miles de vocales y consonantes enterradas moribundas en fosas comunes.

Cuando llegó el editor, el protagonista y sus cómplices, junto a varias palabras sobrevivientes al holocausto, estaban reunidos en un folio humeante, atrincherados en un solo párrafo. El hombre se inclinó sobre el texto y quedó impactado por la genialidad de aquella síntesis, tan necesaria en la comunicación de estos tiempos modernos.

El ejemplo quizás no sea el mejor, porque todos los géneros merecen un espacio en el escenario literario, pero sí es un guiño al periodismo actual, urgido de esa capacidad de sintetizar para un mejor entendimiento de los lectores.

Un texto corto, directo, sin excesos ni palabrerías inconducentes, seduce y logra un mayor impacto comunicacional. La síntesis, más allá que vale más que diez análisis como dice una frase célebre, es un arma estratégica para convertir en agua potable la información y para llevar a buen puerto una tesis, muchas veces perdida dentro de largos panfletos que nos aburren y que nunca concluimos su lectura.

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