Ruego mesura ante la discriminatoria clasificación que haré: “Los mejores amiguitos de tu hijo menor son no blancos”. Sí, como está escrito. Así llegó a objetarme, hace 25 años, un retorcido ser. Uno fue parido por una tocaya y antigua compañera de labores de la radio capitalina. El otro es nieto de una admirable nonagenaria, todavía en pie. El primero es mulato, casado con una bellísima trigueña cubana. El segundo, al enamorarse de una alemana se mudó a Berlín. Cuando llama, le grito a través del celular: ¡Negro, te estamos extrañando!

¿Por qué revelo pasajes de mi vida familiar y personal? Amistades entrañables puertorriqueñas no pueden asimilar el actual “choque” entre Ucrania y Rusia, y otros que viven en Europa me cuentan la espiral de rusofobia por doquier. La historia humana está repleta de anécdotas similares a las del inicio del texto, aunque hay muchísimo de lo segundo. Claves importantes –no las únicas– para explicar el racismo. Y eso me indigna. Digo más, los idiomas deberían desterrar este último término, porque está probado científicamente que las razas no existen: apenas cambios de pigmentación en la piel, asunciones culturales, etcétera.

Pienso en cómo potenciar una educación humanista en pos de asentar a profundidad valores éticos. Aquí, como sociedad, tenemos el martiano empeño de superar dicho “mal”: ¿Qué son sino las nuevas leyes, diseñadas a favor de mayores igualdades? Por eso se debe apreciar, en su justo valor, los principios morales y de justicia del Gobierno revolucionario cubano al apoyar a los pueblos avasallados; también hacerlo en esta hora de complejos sucesos cuando se aboga por una solución que garantice la seguridad y garantía de todos.

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