Será trillado, pero sí, la vida pasa delante de ti como una película. Y no porque encares el minuto final, más bien al contrario, porque todavía te espera un mundo por delante.
En un acto reflejo, cuando se cumplen años, uno tiende a repasar las lejanas fechas y la calidad humana acumulada en todo ese tiempo fuera del útero materno. Al menos yo lo hago. La celebración actual ha venido, sin embargo, arropada de modo diferente sin las cursilerías de contar las arrugas de la frente o los indicios de una inefable papada, herencia de mi progenitor, que, aunque sabio fue poco agraciado. Este 2018 tampoco he repetido el ritual de constatar la pureza del verde de los ojos, regalo de mamá quien no pudo nombrarme Beatriz debido al tajante criterio de papá: “¡Se llamará como tú!” Y esa fue mi primera Victoria.
Cumplir 55 años coloca las dimensiones de la existencia en un carril mucho más exigente y analítico. No diré que prudente, porque en mi caso, me siento como una eterna colegiala a la que le siguen esperando muchas lecciones. El otro día le comenté al mayor de mis hijos: ¡Voy para medio siglo, ando a mitad de la rueda! Y lo dije sin amarguras ni resentimientos: con alegría por el mar y los crepúsculos del malecón habanero; nostalgia por las enormes tandas de pañales; frustración por las guaguas incapturables pero también con reconocimiento por los choferes solidarios; deleite por los poemas de Nogueras, Huidobro y Roque Dalton; dicha por la paz interior; entusiasmo por el son de Omara o la trova de Silvio; melancolía por los amores enigmáticos y apasionados; gratitud por los cariños seguros y necesarios; amistad por los compañeros de faena; orgullo por la defensa de un asentado criterio propio; optimismo por decisiones equivocadas ya en camino de una mejor construcción. Y siempre, con felicidad por estar viva.