
Las miradas y expresiones de quienes aquella tarde de viernes transitaban por las calles 17 y 46, en el municipio de Playa, enjuiciaban un hecho que, a decir verdad, no era privativo del día.
Esa intersección marca una de las esquinas que ocupa el Parque Japonés. Allí permanece un contenedor de desechos sólidos, a cuyo interior –también en sus alrededores– van a parar productos agrícolas cuando su alto grado de deterioro impide comercializarlos por parte de los concurrentes que en la zona administran tarimas con variedades del campo y algunas ofertas de las minindustrias.
Tirar a la basura lo que no tiene salida y se echa a perder ha sido, en más de una oportunidad, la ¿opción? por parte de quienes cada día hacen sus ventas a precios impagables para no pocos clientes, sin desconocer que a veces no se corresponden con la calidad de las ofertas, como se ha reiterado desde esta misma columna.
El acto de botar la comida constituye un sacrilegio. Ni siquiera en tiempos de bonanzas se justifica. Pero si ocurre a la vista de todos y encima de eso en momentos de tantas carencias y con la implicación financiera que supone, pues entonces no puede haber tregua ni permisibilidad con aquellos que prefieren no establecer una rebaja paulatina para evitar ese desenlace que tanta irritación causa al pueblo.
A precio de oro se paga hoy la malanga y tantas cosas más que luego hemos visto pútridas –no una libra ni dos, sino por sacos–, a la espera de ser recogidas como desecho por camiones que igual generaron un gasto de combustible.
He pensado incluso cómo para impedir el lamentable panorama de ver tirados e inservibles los alimentos que tanto necesitamos, pudieran entregarse, antes de que ello ocurra, a instituciones cercanas, o a los vecinos de casas colindantes, como hace un conocido, “pues la solución nunca puede ser botar, sino pensar en que alguien sabrá aprovechar las partes buenas”.
Sembrar más, incrementar la producción de alimentos, satisfacer las demandas no cubiertas de productos agrícolas y hacer realidad la soberanía alimentaria es una prioridad de la nación; sin embargo, es preciso cortar de raíz la ineficacia que impide que lo que se produzca se venda.
Desde hace años –porque este problema ya suma décadas–, los lectores denuncian el asunto y piden enfrentar cuanto mecanismo avieso tienda a promover que la comida recale en los cestos, lo mismo ante situaciones como las antes descritas que en los comedores de los colectivos laborales, los centros de enseñanza, las instituciones de Salud u otros espacios.
Este es uno de esos momentos en que el pueblo espera que se desate una guerra sin cuartel.
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También tirar así estos productos agrícolas que podían haber sido en algún momento previo de su vida útil una fuente de alimentos para nuestra población debería ser considerado un DELITO ECONÓMICO sancionable con altas penas y multas, y que claramente demuestran como el actuar irresponsable de estos sujetos solo está en lucrar a costa de las carencias y necesidades del pueblo, por lo que no importa cuanta productividad logremos alcanzar algún día, si se logra, si al final termina todos estos esfuerzos en el basurero de la esquina, la soberanía alimentaria así nunca llegara. Entiendo a regañadientes que es un mal necesario no topar los precios de los productos del agro, pero compañeros, las autoridades gubernamentales de nuestra ciudad si pueden incidir para que barbaridades como las descritas en este artículo no ocurran más en la capital.