Foto: Ricardo Gómez

La tablilla de precios del mercado agropecuario causa una sensación de impotencia que muchas veces nos hace volver con las jabas vacías y llenos de mal humor. Por mucho que sacamos las cuentas, los números no encuentran un equivalente con la razón o la decencia si tomamos, además, como referente la falta del valor agregado: respeto. Este debe ser parte indisoluble de un servicio en el cual el cliente busca satisfacer alguna de las necesidades que le obligan a detenerse frente a la tarima.

Nuevamente acude a la lógica, la aritmética de bodega auxiliada por la calculadora de su celular. Nada, pierde el sentido cada referente de precios, como si el tomate se cultivara en la luna y las viandas fueran cosechadas en marte.

El asunto es un punto rojo en la agenda pública. El debate trasciende, incluso en niveles donde podría decidirse quién le pone el cascabel al gato, en específico a quien domina detrás del mostrador y no distingue que los beneficios del otro: el cliente, pueden y de hecho forman parte de sus ganancias. El pago de sus impuestos no fluctúa de la noche a la mañana.

Los derechos y accesos a los módulos de alimentos y artículos básicos, en las bodegas de las cuales son clientes, resultan equitativos. No existe distinción cuando sus hijos acuden a las escuelas, a los centros de atención médica…

Es cierto que durante casi medio siglo hemos resistido las embestidas del genocida bloqueo impuesto por el gobierno de Estados Unidos (en todas sus administraciones hasta la fecha), pero también hemos sido responsables por considerar que el mercado se ajusta a la famosa relación (capitalista) de oferta y demanda.

Debemos considerar que no existe una variedad de productos que puedan ser distinguidos por categorías para establecer precios diferentes en el mercado.

Mientras, la demanda es tan creciente que puede ser manipulada por quienes controlan los suministros y lanzan sus tremebundas redes en el mercadeo revuelto para atrapar a todos los peces.

Ver además:

Realidades de la tercera edad