Adquirir las galletas de sal de la marca comercial Billy, se convierte en una puja entre el vendedor y el cliente como sucede cuando el segundo coloca en una situación difícil al primero. “Cámbiela, por favor”. “Todas están iguales”, “No tenemos la culpa…”, “¿A quién le podemos reclamar?”, “No sé…, a la fábrica…”. 

Son algunas de las preguntas y respuestas que pueden escucharse, por ejemplo, en la mayoría de los puntos de venta de la ciudad. Sucede que las bolsas prácticamente contienen esos alimentos hecho polvo, literalmente descrito y, en muchos casos, pasadas de horno o sea quemadas. Sin embargo, nadie en los sitios donde se expenden asume ofrecer la respuesta correcta a los reclamos del consumidor.

La indefinición del sujeto responsable de resolver el problema en cuestión nos conduce a revisar cada uno de los eslabones de una cadena que comienza en el centro donde se elaboran estas galletas, históricamente consideradas de alta demanda de la población. De modo que su realización en el mercado nos coloca ante la disyuntiva: “Las tomas o las dejas”.

Claro, el interesado da vueltas al paquete comprueba que la oferta tiene características similares, oscila en la decisión del rechazo, mientras se establece un duelo de miradas (como en el legendario Oeste del famoso Billy, el niño) y, finalmente, expone el dinero como acto de concesión en una balanza intangible donde la calidad no existe y pesa más que el derecho del consumidor.

Recuerdo, la señora que salió molesta del mercado ubicado en la avenida 23, frente al cine Chaplin, y sentenció molesta: “Para colmo casi siempre están socatas o viejas como si las hubiera traído el mismísimo Cristóbal Colón en una de sus naos”.