Mi cocina es mi templo; desde pequeña se convirtió en el lugar donde más tiempo prefiero pasar, lo mismo si preparo platos habituales con un toque muy personal, o cuando improviso recetas que luego se agenciarán no pocos votos a favor entre familiares o amigos.

En las casas donde he vivido, siempre la fijo como mi zona de confort, no falta quien la cataloga como mi puesto de trabajo predilecto, donde más allá de elaborar alimentos, logro convertirla en el espacio ideal para compartir. Por eso la he aderezado, desde la sencillez, con elementos propios de ese tipo de espacio, la mayoría son regalos de aquellos que saben de mi pasión por el mundo de los olores y los sabores.

Allí pueden encontrarse jarras de antaño y vasijas más contemporáneas, pero que igual atesoran una determinada historia o están relacionadas con alguien adueñado de mis afectos; figuras de chef representadas en diferentes soportes, lozas alegóricas a la culinaria…

No puedo negar que cada objeto ha venido a ocupar su sitio, bajo el amparo de algún recuerdo que deseo perpetuar. Y así me sucede con la frase que hace algún tiempo desperezó mi mañana, y hasta hoy se mantiene escrita, con letras legibles y mayúsculas, en la pequeña pizarra donde acostumbramos a dejarnos recados y recordatorios de alguna tarea.

Quien allí la colocó bien sabía que en la cortedad de ese LOS QUIERO, trazado con plumón negro, venía a resumirse la inmensidad de un sentimiento tan alentador en estos meses de urgencia sanitaria, cual recordatorio a cuidarnos, protegernos, a ser responsables.

Hablar de mi cocina creo que ha sido apenas un pretexto para convidarnos a mirar a nuestro alrededor, no en busca del detalle material, sino en lo intangible pero ciertamente esencial, y hacer realidad este consejo: “El valor de la vida está en entender que tu familia no tiene precio, que tu salud es la verdadera riqueza y que tu tiempo es oro”.