No hay palabras mal dichas, sino mal interpretadas. Pero en esta historia no va ni una cosa ni la otra. Es cuestión de querer escuchar algo muy deseado. Sucede que, en dos y hasta tres momentos del día, un cuentapropista pasa por mi cuadra pregonando pan suave, y varios vecinos corremos a su encuentro; sin embargo, al tenerlo delante, viene la decepción. La oferta no carece de frescura y calidad. Se trata de un equívoco que desde hace algún tiempo nos juega una mala pasada, y no tiene para cuando acabar. El joven no trae tamales. ¿Pero cuáles tamales?, se preguntará usted.

Foto: Alejandro Basulto

Por las calles de la barriada solía pasar otro vendedor ambulante con su caliente y siempre esperada oferta. Desde hace algún tiempo dejamos de verlo, pero sus fieles clientes siguen esperándole –e incluso escuchando en boca ajena su anunciar repetitivo– con la esperanza de volver a comprar su producto, el cual le hace honores a la deliciosa receta de la cocina criolla, aunque no sea el mismo de cuando los inicios en esos andares, como tantas cosas.

Hay quienes se inclinan a pensar que la confusión se debe a cómo el vendedor de panes alarga la letra E de la palabra suave, creando un sonido semejante a “tamaleeeee”, mientras, otros se han sumado a la “teoría” de mi simpática vecina, quien atribuye los reiterados equívocos a las interferencias del nasobuco.

Obstinada de las infructuosas idas y regresos desde el interior de su larga casa hasta la acera, y la desilusión por no hallar los tamales de marras, ella le sugirió que al menos se bajara la mascarilla para lograr un pregón “fuerte, alto y claro”, como llegó a proponerle una reciente tarde en tono jocoso.

Y el buen chico, con la misma suavidad de sus panes, le dijo que jamás bajaba el nasobuco delante de sus compradores, mucho menos se lo quitaba, “porque tengo una esposa y mi niña pequeñita, y mi deber, ante todo, es cuidarlas”.