
Nunca pregunté cómo llegaba el periódico a aquel recóndito lugar donde vivía. Tendría unos seis años, revisaba aquellos diarios con muchas hojas y mi padre, al ver que los desarmaba, decía “cuando termines, dóblalo bien”. Recuerdo que las rebajas me llamaban la atención, pues a veces los precios solo disminuían en un centavo. Mirando en el tiempo pienso que papá aprovechó esa curiosidad y comenzó a llevar libros infantiles que deletreando comencé a leer. La Edad de Oro, los Versos sencillos de José Martí, y en la medida que crecí los textos fueron cambiando de temas. Un capitán de quince años, Veinte mil leguas de viaje submarino, Robinson Crusoe y así hasta Rayuela, la Ilíada, Don Quijote, y muchos más.
Recuerdo que aún en los primeros grados de la primaria triunfó la Revolución y un día se quedó mirándome y dijo, “llegó el Gobierno de los pobres, aprovecha y estudia”. No perdía la oportunidad de decir, “estudia para que no dependas de nadie, trata de escoger algo que solo la muerte sea capaz de quitarte lo que sabes. No me importa lo que decidas, pero sí quiero que lo hagas bien”.
Contaba que cuando niño caminaba varios kilómetros para leerle el diario a su abuelo y nunca faltó a esa cita. Sin imponer nada hicimos una amistad donde no hubo secretos. Recuerdo que un día le pedí una cantidad grande de dinero y preguntó para qué lo necesitaba, respondí que no podía decir el fin. Me lo dio y entonces confesé que deseaba una cámara fotográfica, pero que no lo quería acostumbrar a decir la intención que tenía con el dinero para no mentirle un día si no podía revelar el objetivo. Nunca más preguntó.
Estando becada me enviaba por correo recortes de periódicos con noticias que él consideraba que debía conocer. Cuando comencé a trabajar le daba dinero y era algo gracioso, cuando él cobraba su pensión me decía “mira por si no te alcanza hasta que cobres tu salario”. Fue una amistad increíble. Hoy hace 12 años que no está físicamente, ese padre mío a quien a diario tanto recuerdo.