Foto: F. Blanco

Fui becada en el preuniversitario y la universidad, pasé el servicio social lejos de casa, hace 30 años vivo en Alamar, a donde llegué con aspiraciones acumuladas de ser una Robinson Crusoe, sin viernes. Hoy que cumplo a raja tabla con el aislamiento social y que soy una Robinson en mi casa, extraño ese ruido cotidiano que propicia la cercanía de los edificios. Deseo bañarme en la costa, recorrer La Habana Vieja, comprarme un vestido, tomarme una Cristal, pero esperaré.

No apruebo lo que veo cuando por necesidad imperiosa he roto la clausura. Hay quienes salen por si sacan en las tiendas algo, marcan y luego averiguan qué venden, buscan refrescos instantáneos porque a los niños les gusta, quienes acaparan aceite, por si falta… 

Los que en plena calle te preguntan “y usted ¿encontró algo?” y tienen, pero compran porque no saben cuánto falta para el final. Y yo, alejándome de los demás, pienso: ¿Existe noción del peligro en estas personas?

El Estado toma medidas, acerca los alimentos y es cierto que tal vez usted quiera algo que no encuentra. ¿Cuesta tanto permanecer en casa por un tiempo que dependerá sólo de la disciplina que seamos capaces de cumplir? Nos acostumbramos a tener más y ahora todo lo encontramos difícil, sin sopesar que nos jugamos la vida, nuestro bien más preciado. Comuniquémonos por teléfono, leamos, miremos los muñe, diseñemos la dieta con lo que tenemos. Entonces sí podremos aplaudir en las noches por nuestros valientes, hagámoslo por nosotros mismos y permanezcamos en casa.